3.4.13

EL PECADO



Fragmento extraído de la novela Escrito en el agua
de Pedro Menchén



Cristo había dicho: “Si te escandaliza un brazo, córtatelo. Si te escandaliza un ojo, arráncatelo...” y yo no tardé en llegar a la inevitable conclusión. Una tarde, viendo que no había otro modo de solucionar mi problema, cogí una navaja afilada de la cocina y me dirigí con ella al retrete. Me bajé el pantalón y contemplé mi pene. Estaba erecto y turgente. Cada vez que me desnudaba o me rozaba la bragueta, siquiera por azar, se ponía erecto. ¡Siempre estaba erecto! Ya apenas conseguía recordar cómo era su forma en estado de flaccidez. Eso me puso aún más furioso. Apreté con fuerza el mango del cuchillo y me concentré mentalmente. Un solo golpe de mano y aquel órgano del demonio caería rodando por el suelo y yo sería libre, libre de la tentación y del pecado. Sólo tenía que golpear con energía en el sitio adecuado. Pero ¿estaría lo suficientemente afilado el chuchillo? Imaginé la hemorragia. Imaginé el dolor. Quizá no lo cortaba todo de una vez y debía darle varios tajos... ¿Tendría yo suficiente valor? ¿Moriría desangrado? Eso me asustó. Yo no quería morir, tan sólo arrancar de una vez aquel órgano de mi cuerpo. ¿Y qué diría luego a los demás? ¿Qué pensaría mi madre? Sin duda, tendrían que llevarme a un hospital de Alcázar o de Ciudad Real. Tendrían que buscar a alguien que me llevara en su coche y llegaría medio desangrado, pues vertería mucha sangre... Pensar en todo eso me desanimó. Yo no quería ocasionar tantas molestias. Yo no quería ir a ningún hospital. No me agradaba tampoco ser la comidilla del pueblo, que la gente hiciera comentarios sobre mí. Yo sólo quería dejar de pecar, acabar de una vez con mis sufrimientos, quedarme tranquilo.
            Por fortuna, pudo más la inteligencia que la fe. Pudo más la razón que la religión y, después de algunos momentos de reflexiones, dudas y temores, desistí. Era una calurosa tarde de verano y todos en la casa dormían la siesta en aquel momento. Todos excepto yo, que me había encerrado en el retrete con el propósito de mutilarme. Observé fríamente mi mano con el cuchillo y me dije a mí mismo: “¿Qué estoy haciendo? ¿Qué locura es ésta?” Dejé el cuchillo en cualquier parte, corrí hasta la azotea, me senté en un lugar a la sombra y contemplé el panorama de tejados, patios, corrales y chimeneas que había a mi alrededor con la desolación del suicida que está a punto de arrojarse al vacío. El hecho de no haberme mutilado no lo consideraba una muestra de cordura, sino de cobardía, una evidencia más de la debilidad de mi carácter. Pues él problema (lo sabía muy bien) seguiría existiendo dado que yo, inevitablemente, seguiría pecando. (…)
            El sexo produce placer, pero la Iglesia Católica prohíbe y penaliza el placer. Para esa religión maldita (cuyo símbolo universal, la cruz, es precisamente un instrumento de tortura) el placer es pecado, el sexo sólo puede tener una función reproductora, este mundo es un valle de lágrimas, etc., etc. Entiendo por qué dijo Nietzsche que el cristianismo es enemigo de la vida. Pues, ¿qué daño puede causar a la sociedad el hecho de que uno mismo o en compañía de otra persona, sea ésta del sexo que sea, practique algún tipo de juego erótico? ¡Ninguno! Entonces, ¿por qué les molesta o les preocupa tanto el sexo a los moralistas católicos? ¿Por qué lo censuran y lo condenan tanto? ¿No serán ellos, acaso, los inmorales, los depravados, los terroristas psicológicos al fomentar los traumas y las enfermedades psicosomáticas con su estúpida pretensión de impedir el goce y la felicidad de los seres humanos?

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