24.9.12

COMO DOS BESTIAS



Fragmento extraído de la novela
Tiresias de Marcel Jouhandeau

Mientras me desvisto como suelo hacerlo, a hurtadillas, lentamente, lo observo. Pierre, que en un instante se deshizo de su pantalón, su jersey y sus sandalias, ya desnudo me observa, echado en la cama, las manos juntas detrás de la nuca, con la secreta intención de excitarme desplegando sus encantos: las matas de pelo de sus axilas y de  su entrepierna dibujan un triángulo que enmarca la perfecta redondez de sus formas opulentas, como anudadas en los bíceps, los pectorales tirantes, las pantorrillas en forma de pera. Entre las piernas generosamente separadas  se exhibe como uno de sus atributos más dignos un sexo admirable en reposo, como una enorme y negra maroma que pende sobre el flanco de un ave que zarpa hacia alguna fabulosa aventura.

En cuanto estoy listo, viene a buscarme, tira de mí y yo empiezo a temblar, a gimotear de miedo, a suplicarle que me trate con cuidado, que no sea brutal ni demasiado duro, como una presa bajo el buitre que la acecha o bajo el cuchillo que la sacrificará. Entonces inventa para mí apodos cariñosos mediante monosílabos ensalivados, de los que entiendo menos el sentido (habla un dialecto propio) que la amabilidad o la ironía cuando no los condimenta de golpe con groserías, en este caso inteligibles, o con alguna amenaza que me paraliza de horror. Al mismo tiempo, su mano me toca en el lugar preciso, sus caricias me excitan y me calman, poco a poco, rodea mi cintura con su sólido brazo, que pesa sobre mis caderas, y de repente me oprime. su rostro se eclipsa, lo siento descender a lo largo de sus riñones en busca de profundidades que visita como si estuviera en su propia casa. Al paso de sus dedos, luego de su lengua, me distiendo. Surge la confianza. Apenas he sentido en mí su calor, su rostro remonta de los abismos. Siento cómo roza cada una de mis vértebras al pasar, una tras otra, y entonces me muerde la nuca y siento su cuerpo extendido a lo largo del mío, sus tetilla sensibles sobre mi espalda, y la punta cuadrada de su falo, que bate contra mis nalgas como para hacerme sentir su dureza, que duda aún en el umbral antes de finalmente atravesarme de una estocada. Bien amarrado, tras un largo paseo al trote, con un golpe de caderas me da la vuelta y con mis piernas pasadas como un collar alrededor de su cuello puedo contemplar entre sus hombros, que me ocultan la habitación, una cara de Titán huraña que se balancea, pasando del insulto más cruel a las caricias, de una expresión de color a la beatitud, antes, de fundirse de dicha. Con su boca unida a la mía, nuestros ojos se cierran al tiempo que su savia hirviente me inunda y la mía se derrama entre nuestros corazones, una hecatombe acogida con gruñidos interminables, como suele suceder entre las bestias salvajes que se aparan en los bosques.


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