
Fragmento extraído de la novela
Los ángeles caídos de Eric Jourdan
Con sus golpes Pierre me convertía en su esclavo, cuando en realidad lo que debería haber hecho es alejarme d él. En primer lugar, yo era lo bastante cruel como para soportarlos, luego demasiado cruel par ano disfrutar de ellos y no desear devolverlos y por fin increíblemente cruel como para amarlos. A Pierre le encantaba golpearme; ese insulto me hacía más grande ante sus ojos, ya que él sabía que sólo se pegaba a los hombres. Mi fuerza encontraba así su orgullo y mi cuerpo su voluptuosidad. Más incluso que los azotes en las nalgas, me gustaban, por el ruido que hacían, los golpes en la espalda y en las piernas. Ésos eran los más dolorosos: tenía que morderme los puños para no gritar. Pierre se entretenía sobre todo en los muslos, porque se volvían rojos y su calor casi le hacían correrse cuando se revolcaba sobre mí. Con los primeros golpes, yo trataba de escuchar tan sólo el cinturón restallando en el aire y me dedicaba a contar cada segundo para olvidar mi humillante postura; desde luego me imaginaba en el lugar de Pierre y a él acostado a mi merced. Yo era él bajo el látigo. Entonces sentía la dominación de los golpes y me abandonaba a ellos, tensando mi cuerpo para que pudieran inscribir mejor en mi piel. Eso duraba un buen rato; cuando yo no me estremecía, Pierre me acariciaba la espalda y las nalgas con la mano y luego seguía pegándome con le cinturón. Expulsaba su aliento con la misma violencia que el esperma. Yo le llamaba, llamaba a su cuerpo, quería poseerle; sin embargo, para él no había más que un desenlace: entrar en mí para ser yo. Su rabo me provocaba un dolor atroz; yo mordía su brazo y él me agarraba la nuca con los dientes, mordiéndomela hasta hacer sangrar. Poco a poco, mi placer superaba esa violencia y cuando, con un grito, él me anunciaba el estallido de su placer, yo me apoderaba de él y le sometía a las mismas salvajadas.
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