14.2.11

ADAGIO FINALE




Fragmento extraído del conjunto de relatos
Alevosías de Ana Rossetti


Sintió cómo entonces, las trémulas mariposas del deseo le alborotaban la sangre con el vendaval que sus élitros agitaban. Cómo todo lo que estorbase el galope desbocado de sus manos era arrebatado, lanzado al otro lado de la habitación. Cómo el olor masculino de su torso esparcía su reclamo, envolviéndola con las volutas de sus lianas. Y cómo se precipitaba su boca, rastreando el pecho viril tapizado de líquenes mullidos… cómo se le inundaba la saliva del sabor que se erguía saliéndole al encuentro… ( la hebilla… en qué momento se había soltado, del bocado de su largo colmillo, la lengüeta… en qué momento la cremallera descorrió su zigzag done, aparecía pulida como un guijarro mojado, prieta como el interior de una granada y estallante como una cúpula de cristal magenta pleno sol, la redoma desbordante de aquello que saciaría todos sus anhelos de, digamos lo más intimo de su ser) y cómo su lengua lamía, ávida, el imparable manantial del glande que le anegaba la boca.

Cuando consiguió desabrocharle el cinturón y descorrerle la cremallera, lo halló en óptimas condiciones. Cuando él logró filtrarse en lo más profundo de la entrepierna, lo encontró dispuesto y ansioso. Los labios de Kenzo bucearon bajo su camisa, picotearon por su pecho como una tijerita minúscula en dos minúsculos granos de frambuesa. La lengua era rápida como un colibrí y le adhería una fría e irisada telaraña. Él se entregó a la envolvente ternura de las caricias conocidas, a la sabiduría de la costumbre, a la liturgia que, en la reiteración, basa el principio del trance. Se cogieron de las manos. Cada uno atrajo la caricia del otro hacia sí. Los dedos se superpusieron, se amoldaron, se acoplaron a maniobrar juntos. Él le recubrió la mano y la cerró firmemente sobre la rigidez de su verga. El dedo de Kenzo acompañó al otro abrir la hendidura y profundizar en el abismo de su compañero. La mano de él imprimió en el puño un fervoroso vaivén y sintió apretarle entre los dedos un deseo tumultuoso, los latidos de una sangre soliviantada, la furia de una espada ardiendo, la amenaza de un torrente subterráneo.. y apresuró su cadencia desobedeciendo a su guía. Rodaron por la alfombra.

El placer de Kenzo se derramó embadurnándole el rostro, rebosándole en la boca. El deseo de marcos endurecido, agitándose, yendo y viniendo hasta el fondo, sacudido por el oleaje de una lengua procelosa, amenazaba con estallar muy pronto. Kenzó embistió con las caderas y con los muslos apretó contra sí el enloquecido y persistente afán de la lengua que le hurgaba dentro de la carne. Y los dedos de él se le aventuraron en su mullido y untuoso túnel colmado plenamente su vacío. Unas manos empujaron las nalgas, las separaron, sus dedos se deslazaron recorriendo su juntura. En la penumbra, inextrincablemente entrelazados, apenas se distinguía de ellos una jadeante maraña. De pronto Kenzo se tensó como un ciervo. Un chorro quemante inundó de nácar el engarce de una boca. Unas piernas se desenredaron, afloraron la presión de su pinza.

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