Fragmento extraído de la novela
De incógnito de Matthew Rettenmund
Mis primeras fantasías sexuales estaban plagadas de hombres negros porque, para mi cerrada mentalidad, representaban una forma pura de lujuria que existía mucho más de las normas aceptadas. La raza negra era un emblema de auténtica volatibilidad, una creencia innata de la que no tardaría en librarme antes de permitirme desarrollar una obsesión fetichista que habría sido racista en sus orígenes. Los hombres judíos empezaron a fascinarme a medida que fui comprendiendo su influencia en el mundo del arte y del espectáculo. Empecé a pensar en los judíos como en personas cultivadas y sofisticadas, identificándolos exclusivamente con el estereotipo neoyorkino de la elite de gays judíos: sensibles, polifacéticos, íntegros y aparentemente reprimidos. La combinación de dichos elementos hizo que le judaísmo se convirtiera en un afrodisíaco para mí, antes de descubrir que los judíos también pueden ser unos capullos. Abe era un atractivo, ingenioso, inteligente, agresivo, masculino y estaba increíblemente dotado. Su polla era lo más importante de este mundo para él, y le encantaba que cualquier cosa que yo hiciera para ayudarle a correrse, insistiendo en que diésemos prioridad a todas y cada una de sus ambiciones eróticas. Después de la primera cita, me había abrazado y besado en la boca en el vestíbulo de mi edificio. Yo seguía percibiendo el tonificante aroma de su aftershave mientras desafiábamos al satisfecho portero a que nos reconociera. Me había pasado casi todas las noches complaciendo a su pene, entregándole todo mi ser para ayudarle a conseguir una paz efímera, para saciar su sed insaciable. Era más sexo del que yo quería en realidad, y ni siquiera del bueno. Abe me follaba con brutalidad, pero nunca en los momentos en que me apetecía semejante actividad. Nunca se molestaba en averiguar qué me apetecía, y se mostraba reticente al acceder a mis deseos, No quería ni oír hablar de que fuese yo quien le follase, para variar. Una vez estaba dándome por detrás, encima de mí, embistiéndome con un ímpetu del que pocos hombres de los que había conocido habrían dispuesto. Recuerdo que en ese momento pensé ¿Se romperá el condón? ¿Se acordará de salir antes de correrse, tal como le he pedido? ¿Seré capaz de aguantar así mucho más? ¿Le molestaré si bostezo?
De incógnito de Matthew Rettenmund
Mis primeras fantasías sexuales estaban plagadas de hombres negros porque, para mi cerrada mentalidad, representaban una forma pura de lujuria que existía mucho más de las normas aceptadas. La raza negra era un emblema de auténtica volatibilidad, una creencia innata de la que no tardaría en librarme antes de permitirme desarrollar una obsesión fetichista que habría sido racista en sus orígenes. Los hombres judíos empezaron a fascinarme a medida que fui comprendiendo su influencia en el mundo del arte y del espectáculo. Empecé a pensar en los judíos como en personas cultivadas y sofisticadas, identificándolos exclusivamente con el estereotipo neoyorkino de la elite de gays judíos: sensibles, polifacéticos, íntegros y aparentemente reprimidos. La combinación de dichos elementos hizo que le judaísmo se convirtiera en un afrodisíaco para mí, antes de descubrir que los judíos también pueden ser unos capullos. Abe era un atractivo, ingenioso, inteligente, agresivo, masculino y estaba increíblemente dotado. Su polla era lo más importante de este mundo para él, y le encantaba que cualquier cosa que yo hiciera para ayudarle a correrse, insistiendo en que diésemos prioridad a todas y cada una de sus ambiciones eróticas. Después de la primera cita, me había abrazado y besado en la boca en el vestíbulo de mi edificio. Yo seguía percibiendo el tonificante aroma de su aftershave mientras desafiábamos al satisfecho portero a que nos reconociera. Me había pasado casi todas las noches complaciendo a su pene, entregándole todo mi ser para ayudarle a conseguir una paz efímera, para saciar su sed insaciable. Era más sexo del que yo quería en realidad, y ni siquiera del bueno. Abe me follaba con brutalidad, pero nunca en los momentos en que me apetecía semejante actividad. Nunca se molestaba en averiguar qué me apetecía, y se mostraba reticente al acceder a mis deseos, No quería ni oír hablar de que fuese yo quien le follase, para variar. Una vez estaba dándome por detrás, encima de mí, embistiéndome con un ímpetu del que pocos hombres de los que había conocido habrían dispuesto. Recuerdo que en ese momento pensé ¿Se romperá el condón? ¿Se acordará de salir antes de correrse, tal como le he pedido? ¿Seré capaz de aguantar así mucho más? ¿Le molestaré si bostezo?
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