Fragmento extraído de la novela
Confesiones de una máscara
de Yukio Mishima
Era una reproducción del San Sebastián de Guido Reni que se encuentra en la colección del Palazzo Rosso de Génova. El tronco del árbol negro y levemente inclinado de la ejecución destacaba sobre un fondo a lo Tiziano, formado por un bosque melancólico y un cielo sombrío y distante. Un joven de notable belleza, estaba desnudo, atado al tronco del árbol. Tenía las manos cruzadas en alto, por encima de la cabeza, y las cuerdas que le ceñían las muñecas estaban a su vez atadas al árbol. No se veían ligaduras y la desnudez del joven sólo la paliaba un burdo paño blanco, anudado flojamente a la altura de las ingles. Supuse que se trataba de la representación del martirio de un cristiano. Pero como la obra se debía a un pintor de la escuela ecléctica del Renacimiento, incluso la pintura de la muerte de un santo cristiano desprendía una viva impresión de cultura pagana. en el cuerpo del joven no se veía rastro del duro vivir o de la decrepitud de santos que en tantas representaciones se ven. Contrariamente, en aquel cuerpo sólo había juventud primaveral, luz, belleza y placer. Su blanca e incomparable desnudez resplandece sobre el fondo crepuscular. Sus brazos musculosos, brazo de guardia pretoriano acostumbrado a tensar el arco y a blandir la espada, están alzados en grácil ángulo, y sus muñecas atadas se cruzan inmediatamente encima de la cabeza. Tiene la cabeza levemente alzada y los ojos abiertos de par en par, contemplando con profunda tranquilidad la gloria de los cielos. No es dolor lo que emana de su terso pecho, de su terso abdomen, de sus caderas levemente inclinadas, sino un llama de melancólico placer, como el que produce la música. Si no fuera por las flechas con la punta profunda hundida en el pectoral izquierdo y en el costado derecho, parecería un atleta romano descansando de su fatiga, apoyado en un oscuro árbol de un jardín. Las flechas se han hundido en la carne tersa, fragante y juvenil, y pronto consumirán el cuerpo, desde adentro, con llamas de supremo dolor y éxtasis. Pero la sangre no mana, y no hay siquiera la multitud de flechas que se ven en otras representaciones del martirio de san Sebastián. Esas dos solitarias flechas proyectan sus calmas y gráciles sombras en la tersura de su piel, como las sombras de una rama en una escalinata de mármol.
Aquel día en el instante en que mi vista se posó en el cuadro, todo mi ser se estremeció de pagano goce. Se me levantó la sangre y se me hincharon las ingles como impulsadas por la ira. Aquella parte monstruosa de mi ser que estaba a punto de estallar esperó a que la utilizara, con su ardor sin precedentes, acusándome por mi ignorancia, jadeando indignada. Mis manos, de forma totalmente inconsciente, iniciaron movimientos que nadie les había enseñado. Sentí que algo secreto y radiante se elevaba, con paso rápido, para atacarme desde dentro de mí. De repente estalló y trajo consigo una cegadora embriaguez. Pasó cierto tiempo, y luego, sintiéndome desdichado, miré alrededor de la mesa del escritorio tras la cual me hallaba. Había salpicaduras blancas como las nubes en todas partes, en el título de letras doradas de un libro de texto, en el cuello del tintero, en un ángulo del diccionario. En algunos objetos las salpicaduras resbalaban perezosamente con plúmbea pesadez, en otras lanzaban un brillo mate, como los ojos del pescado. Por fortuna, mi mano, en movimiento reflejo, protegió el cuadro, evitando que el libro se manchara. Esa fue mi primera eyaculación. Y también el principio, torpe y totalmente imprevisto de mi vicio.
Confesiones de una máscara
de Yukio Mishima
Era una reproducción del San Sebastián de Guido Reni que se encuentra en la colección del Palazzo Rosso de Génova. El tronco del árbol negro y levemente inclinado de la ejecución destacaba sobre un fondo a lo Tiziano, formado por un bosque melancólico y un cielo sombrío y distante. Un joven de notable belleza, estaba desnudo, atado al tronco del árbol. Tenía las manos cruzadas en alto, por encima de la cabeza, y las cuerdas que le ceñían las muñecas estaban a su vez atadas al árbol. No se veían ligaduras y la desnudez del joven sólo la paliaba un burdo paño blanco, anudado flojamente a la altura de las ingles. Supuse que se trataba de la representación del martirio de un cristiano. Pero como la obra se debía a un pintor de la escuela ecléctica del Renacimiento, incluso la pintura de la muerte de un santo cristiano desprendía una viva impresión de cultura pagana. en el cuerpo del joven no se veía rastro del duro vivir o de la decrepitud de santos que en tantas representaciones se ven. Contrariamente, en aquel cuerpo sólo había juventud primaveral, luz, belleza y placer. Su blanca e incomparable desnudez resplandece sobre el fondo crepuscular. Sus brazos musculosos, brazo de guardia pretoriano acostumbrado a tensar el arco y a blandir la espada, están alzados en grácil ángulo, y sus muñecas atadas se cruzan inmediatamente encima de la cabeza. Tiene la cabeza levemente alzada y los ojos abiertos de par en par, contemplando con profunda tranquilidad la gloria de los cielos. No es dolor lo que emana de su terso pecho, de su terso abdomen, de sus caderas levemente inclinadas, sino un llama de melancólico placer, como el que produce la música. Si no fuera por las flechas con la punta profunda hundida en el pectoral izquierdo y en el costado derecho, parecería un atleta romano descansando de su fatiga, apoyado en un oscuro árbol de un jardín. Las flechas se han hundido en la carne tersa, fragante y juvenil, y pronto consumirán el cuerpo, desde adentro, con llamas de supremo dolor y éxtasis. Pero la sangre no mana, y no hay siquiera la multitud de flechas que se ven en otras representaciones del martirio de san Sebastián. Esas dos solitarias flechas proyectan sus calmas y gráciles sombras en la tersura de su piel, como las sombras de una rama en una escalinata de mármol.
Aquel día en el instante en que mi vista se posó en el cuadro, todo mi ser se estremeció de pagano goce. Se me levantó la sangre y se me hincharon las ingles como impulsadas por la ira. Aquella parte monstruosa de mi ser que estaba a punto de estallar esperó a que la utilizara, con su ardor sin precedentes, acusándome por mi ignorancia, jadeando indignada. Mis manos, de forma totalmente inconsciente, iniciaron movimientos que nadie les había enseñado. Sentí que algo secreto y radiante se elevaba, con paso rápido, para atacarme desde dentro de mí. De repente estalló y trajo consigo una cegadora embriaguez. Pasó cierto tiempo, y luego, sintiéndome desdichado, miré alrededor de la mesa del escritorio tras la cual me hallaba. Había salpicaduras blancas como las nubes en todas partes, en el título de letras doradas de un libro de texto, en el cuello del tintero, en un ángulo del diccionario. En algunos objetos las salpicaduras resbalaban perezosamente con plúmbea pesadez, en otras lanzaban un brillo mate, como los ojos del pescado. Por fortuna, mi mano, en movimiento reflejo, protegió el cuadro, evitando que el libro se manchara. Esa fue mi primera eyaculación. Y también el principio, torpe y totalmente imprevisto de mi vicio.
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