
Fragmento extraído de la novela
De incógnito de Matthew Rettenmund
Lo cierto es que nunca me habían gustado un tipo de hombres en especial, me gustaban los chicos normales y corrientes, chicos con pelo en los lugares adecuados y no me molestaba que tuvieran michelines. Frentes anchas, pies malolientes, hombros caídos, culos fofos, ningún defecto razonable me daba repelús, si saltaba la chispa. La cuestión es que estaba padeciendo la peor de las erecciones matutinas. Por lo general, prescindía de ella hasta que desaparecía por sí sola o me hacía una paja rápida para acabar con ella. Sin embargo, la mañana siguiente a mi sueño con Alan estaba caliente a más no poder, sentado en mi cama, oliendo mi almizcleño olor matinal, palpándome la panza… me eché hacia atrás y empecé a juguetear con mis pezones durante largo rato, recreándome con la clase de insólitos preliminares que significaban que podía estar toqueteándome hasta una hora antes de la traca final. Estaba pensando en las cosas de siempre, pero esta vez había incorporado a Alan en mis fantasías, a su bañador ceñido azul oscuro, con el mapa del tesoro trazado por el vello que adornaba su torso perfecto. Las pajas siempre me habían parecido un recurso mucho más sencillo que tener que salir por ahí en busca de seos. Y más higiénico, también. ¿Y seguro? Lo más seguro del mundo. Dicen que el sexo más seguro es la abstinencia total, pero discrepo basándome en que eso es tener una visión muy limitada de lo que constituye practicar el sexo. Aunque pueda parecer una fanfarronada decir “Anoche me acosté con un fuera de serie” refiriéndose a uno mismo, creo que la masturbación suele ser tan satisfactoria como un polvo normal y corriente.
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