Fragmento extraído de la novela
El padre de Frankenstein
de Christopher Bram
No hay que olvidar cómo era Hollywood hace veinte años. A la gente le importaba un bledo quién se acostaba con quién, siempre y cuando no interfiriese en su trabajo. Pero esa norma sólo regía para las estrellas. ¿Un actor secundario? ¿Un guionista? ¿Un director? Preocuparse por nuestra conducta habría sido como preocuparse por la moral de un fontanero antes de dejarlo que arregle las cañerías. Fuera de Hollywood, ¿Quién sabe quién es George Cukor? ¿Quién gasta saliva hablando de lo que hace con esos chicos que sus amigos sacan de las cervecerías de Santa Mónica y le llevan a casa? A nosotros los directores, personas, con sensibilidad artística, ya nos tenían por bichos raros, y nada de lo que hacíamos sorprendía a la gente del despacho de enfrente.
¿George Cuckor? Nunca lo habría pensado. ¿Nunca oyó hablar de los célebres desayunos de los domingos en casa de él? Acudía lo más selecto de Hollywood a comer las sobras de la muy decente cena del sábado. Hoy los amigos todavía se encargan de traerle carne fresca, porque no le duran los novios. Ese mismo amigo insiste ahora en que las cosas son diferentes. David siempre fue un puritano, pero es cierto que desde la guerra las actitudes han cambiado. Junto con McCarthy y el Peligro Rojo, hace unos años hubo también una especie de Peligro Lavanda. La masculinidad está de última moda, no sólo en los actores, sino también en la gente que trabaja con ellos. Un tipo como Alan Ladd no puede trabajar a las órdenes de un director maricón ¡Imagínese! echaríamos a perder toda su virilidad de pelo en pecho. Lo cierto es que no hay como una loca para distinguir la auténtica masculinidad de la variedad acartonada tan en boga. Pero en 1941, cuando dejé el cine, mi ramalazo no era ningún problema.
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