Fragmento extraído de la novela
Los ángeles caídos de Eric Jourdan
La luz del día asediaba la habitación; largas flechas doradas se clavaban en las paredes, en el suelo y la cama, donde traspasaban tan certeramente nuestros cuerpos que lo convertían en uno solo, dominado alternativamente por uno de los dos rostros. Tras habernos corrido, permanecimos inmóviles durante un rato, abracé a Gerard y le acaricié, despacio. Creía haber partido hacia la aventura a través del océano del cielo, con la cama por bajel, y aquel hermoso muchacho desnudo, acostado junto a mí. Me haría naufragar. se movía sin cesar, frotándola cadera contra la palma de mi mano, que no dejaba de disfrutar de la suavidad de aquella piel que se resistía a la mía y que la mismo tiempo deseaba ser poseída, o mejor dicho, que deseaba ser mordida, o incluso más: deseaba recibir el golpe que rompería con su dominio la orgullosa belleza de un cuerpo que albergaba todas las formas del deseo, del tacto y de la vista. Y la posesión última, la idea de entrar en un cuerpo, no significaba sino la impotencia por no ser el otro, No quería tan sólo penetrar en él sino devorarlo en su totalidad; apoderarme de él, estar en su piel, no cambiaba nada cuando reanudábamos la infinitud de nuestras caricias. Permanecimos en silencio, y el simple roce de su espalda hacía que me empalmara. Cada vez que pasaba la boca por su oreja, mi mejilla acariciaba los pelos de su nuca; cada vez que mi mano descendía por toda su espalda, mi sangre se detenía como si toara un cuerpo distinto. Vencido por su naturaleza lasciva, se abrazaba a la almohada, dejándose llevar. Yo conocía, hasta el último rincón de su cuerpo.
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