Fragmento extraído del relato Un oráculo
de Edmund White
Ray pudo ver que era apuesto y de constitución normal; el labio superior levantado permitía vislumbrar unos dientes muy blancos, más blancos de lo que cabía esperar por el contraste con el bigote y la barba que se estaba dejando crecer. Llevaba una cazadora y unos pantalones vaqueros, y las mangas de la cazadora eran suficientemente ceñidas como para mostrar unos antebrazos musculosos; no eran pequeños melones encestados que Ray tenía por bíceps, sino unas ancas como de ave, estriadas y alargadas, los mismos brazos estrechos y musculosos que tenían los jóvenes cretenses de la Antigüedad en las pinturas murales, restauradas con exceso de celo, del palacio de Cnosos: brazos de matador de toro con fina cintura asesina. Su tez era muy morena, casi color haban. Llevaba el cabello largo y recogido hacia atrás por encima de las orejas. Su rostro sin afeitar, su cazadora vaquera, claramente estadounidense, y su cabello largo eran los tres rasgos que lo hacían levemente distinto de todos los demás jóvenes. El muchacho continuó mirándolo fijamente, pero cuando Ray desvió la mirada por un instante, se metió por una calle lateral. Ray se preguntó si le saltaría encima en caso de decidirse a seguirlo. Tras decidirse y doblar la esquina, el muchacho lo estaba esperando, inmóvil, y le preguntó agresivamente: ¿Qué quieres? Su sonrisa, casi imperceptible, indicaba que lo había comprendido y que el deseo de Ray era repugnante pero factible. Ray dijo: A ti.
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