Fragmento extraído de la novela
Los ángeles caídos de Eric Jourdan
Entonces empujado por toda mi sangre, me incliné sobre el rostro que amaba, superé el cálido obstáculo de su respiración y noté en mis labios entreabiertos cómo se abrían otros labios. Torpes y febriles, no nos atrevimos a movernos. Tenía su diminuto rostro debajo del mío; Gerard se transformó en esos dos enormes labios que estaba besando. Nos quedamos sin aliento muchas veces y lo recuperamos respirando el mismo aire sin separarnos; nunca había sentido que mi corazón fuera más grande ni la felicidad me pareció tan cercana al dolor físico. Mi rostro había besado tanto que tenía la sensación de que estaba hecho con diez mil bocas. Nos habíamos convertid en dos muchachos distintos. El pasado no existía, nuestra amistad se quitaba su máscara de guerra y, lentamente, el amor pondría sus manos sobre nuestros verdaderos rostros y nos sacaría los ojos. ¿Cuánto tiempo estuvimos con la boca pegada a los labios del otro, acariciándonos de tal forma que el mínimo gesto era capaz de herirnos? No lo sé, pero debieron ser horas, y cuando yo creía estar en otro mundo, sentí nuevamente la lengua de Gerard buscando la mía. Descubrí que su paladar era un auténtico palacio, como un niño maravillado en el interior de una casa encantada, y entonces le entregué mi boca; acto seguido, con la fogosidad de mi primer deseo, me eché a su lado. Nos abrazamos con la violencia de dos gladiadores luchando por su vida. Seguía buscando su boca como si fuera ése, siguiendo aún con el juego de palabras, el único palacio donde pudiera rendirse homenaje a nuestro amor. La saliva de Gerard era tan fresca como el agua. Pero sus besos la hacían arder. En una voz tan baja que tuve que pedirle que lo repitiera me dijo: Eres muy hermoso. El amor era ese jardín maravilloso cuya verja no nos habíamos atrevido finalmente a cruzar para recoger las flores de la carne.
Los ángeles caídos de Eric Jourdan
Entonces empujado por toda mi sangre, me incliné sobre el rostro que amaba, superé el cálido obstáculo de su respiración y noté en mis labios entreabiertos cómo se abrían otros labios. Torpes y febriles, no nos atrevimos a movernos. Tenía su diminuto rostro debajo del mío; Gerard se transformó en esos dos enormes labios que estaba besando. Nos quedamos sin aliento muchas veces y lo recuperamos respirando el mismo aire sin separarnos; nunca había sentido que mi corazón fuera más grande ni la felicidad me pareció tan cercana al dolor físico. Mi rostro había besado tanto que tenía la sensación de que estaba hecho con diez mil bocas. Nos habíamos convertid en dos muchachos distintos. El pasado no existía, nuestra amistad se quitaba su máscara de guerra y, lentamente, el amor pondría sus manos sobre nuestros verdaderos rostros y nos sacaría los ojos. ¿Cuánto tiempo estuvimos con la boca pegada a los labios del otro, acariciándonos de tal forma que el mínimo gesto era capaz de herirnos? No lo sé, pero debieron ser horas, y cuando yo creía estar en otro mundo, sentí nuevamente la lengua de Gerard buscando la mía. Descubrí que su paladar era un auténtico palacio, como un niño maravillado en el interior de una casa encantada, y entonces le entregué mi boca; acto seguido, con la fogosidad de mi primer deseo, me eché a su lado. Nos abrazamos con la violencia de dos gladiadores luchando por su vida. Seguía buscando su boca como si fuera ése, siguiendo aún con el juego de palabras, el único palacio donde pudiera rendirse homenaje a nuestro amor. La saliva de Gerard era tan fresca como el agua. Pero sus besos la hacían arder. En una voz tan baja que tuve que pedirle que lo repitiera me dijo: Eres muy hermoso. El amor era ese jardín maravilloso cuya verja no nos habíamos atrevido finalmente a cruzar para recoger las flores de la carne.
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