Fragmento extraído de la novela
La estrella de la guarda de Alan Hollinghurst
Asintió con la cabeza y el pelo le volvió a caer por la cara, Durante la hora siguiente vi cómo aquel flequillo rebelde pasaba del bronce al oro al secarse al aire, las diversas maneras en que jugaba con él, el gesto indolente de la mano, el súbito garrón, las ineficaces cabezadas y el tiempo que transcurría hasta que volvía a cubrirle los ojos con toda su lustrosa luminosidad. Pero de momento, cuando nos quedamos a solas, no le miré: mis ojos reconcentraron obtusamente en el aparador. Era tan alto como yo ¿Se daba cuenta de que le estaba midiendo y sopesando, podía intuir los aguijonazos del deseo que me recorrían la espalda cuando veía aquel tobillo desnudo y bronceado entre pernera y mocasín? Era arduo decidir si el aire de soberbia y de recelo en su mirada iba más allá de la cautela habitual de un muchacho frente a su profesor, o del hielo aún intacto entre dos personas que apenas se conocen. Su cara no me era desconocida, por supuesto, aunque me tuve que contener, cuando se sentó frente a mí al otro extremo de la mesa esperando que comenzara la lección. Del padre debía de haber heredado la nariz larga y los pómulos marcados que le daban un aire de azteca rubio. Sus ojos estrechos e incoloros, tenían la misma mirada perdida de su madre, pero con más cautela y agudeza, mientras que la ancha boca parecía cargada de involuntaria expresividad, con gruesos labios que descubrían, cuando conseguí por fin sacarles una sonrisa, caninos fuertes y sensuales, y anchas encía. Su labio superior era un poco demasiado lleno, una curva de carne enroscada bajo la nariz, sin hendidura en medio, que acababa en una abrupta línea recta, como si lo hubieran rematado con un impaciente golpe de espátula.
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