30.9.09

MI HERMANO Y YO


Fragmento extraído de la novela
El cordero carnívoro
de Agustín Gómez Arcos

Clara ya nos había preparado el baño donde nadaban unas misteriosas algas que mamá compraba contra el acné juvenil. Mi hermano Antonio me desnudaba, deteniéndose tierno, en todos los puntos sensibles. Luego se ponía en pelota y nos metíamos en la bañera como si nos metiéramos en el mar: casi ahogándonos. Mis gritos apagados, prudentísimos, nunca traspasaban las paredes del cuarto de baño. Tenía un hermano doce años y más tarde comprendí que aquellos doce años estaban llenos de precocidad en todos los sentidos. Alto y fuerte, con el pubis y los sobacos ya sembrados en vello, ciertas partes de su anatomía se transformaban súbitamente, sólo con tocarme, cosa que a mí me encantaba. Y a él le gustaba mi placer. Me había enseñado un juego dulce y terrorífico, que consistía en meterme la cabeza en el agua hasta dejarme sin aliento, y pegaba su boca a la mía, muy húmeda, para evitarme la asfixia. Su saliva me hacía las veces de oxígeno y yo rebosaba de angustia y de placer. Cuando me sacaba, casi desmayado entre sus brazos, jugaba a reanimarme, con un boca a boca tierno y suave, que duraba largos, larguísimos minutos. A veces el silencio de nuestros juegos era tan artificial, tan extraño que Clara llamaba a la puerta del baño con un ¿Todo bien, niños? que nos aturdía durante unos instantes. Miraba yo a mi alrededor, y tomaba conciencia del lugar. Mi hermano, tranquilo, cogía la gran toalla blanca y se envolvía en ella, y a mí con él, con mi espalda pegada contra su vientre, y me besaba en la nuca y me decía: Ahora a dormir, vale, como un niño bueno.. Me dejaba en la cama y me miraba durante mucho rato. Completamente desnudo con la gran tolla de baño extendida sobre la alfombra de pita para que no le quedaran marcas en la piel, repetía decenas de veces el mismo ejercicio. Sus largos y elásticos músculos se le dibujaban bajo la piel; de la frente le caían gotas de sudor que formaban pequeños riachuelos salados a lo largo de su cuerpo, y su sexo bailaba alegremente, como un badajo. Así durante diez minutos. Después me cogía bajo el brazo, como una gavilla de paja, re tiraba en la cama y se echaba sobre mí. Yo le gritaba, con los dientes apretados, que va a aplastarme, aunque estaba seguro de que arquería el cuerpo para no hacerme el menor daño. Y entonces empezaba la sesión de cosquillas, que no me gustaba nada, o la de chupa oreja que me encantaba y detestaba a la vez. Con aquel juego me acostumbró a saborear el más profundo placer. Me chupaba las orejas sujetándome con fuerza por la cintura mientras yo me retorcía y gritaba en silencio, suplicándole que parara. Pero él no soltaba presa y seguí seguía, hasta que me llevaba al borde del delirio. Mis dedos se agarraban a su nuca, mis gemidos y su nombre se confundían en mi boca, él jadeaba como una animal salvaje, y todo, la habitación la noche, desaparecía en un torbellino de amor incontrolable. Ni siquiera nos dábamos cuenta en qué momento estallaba el placer. Era un pozo de luz en el que me hundía, aferrado a mi hermano Antonio, con brazos, piernas, unas y dientes. Y él seguía sin soltarme. Se quedaba dormido así, tapándome con su cuerpo, sabiendo por instinto que no tenía que aplastarme con su peso, sino mostrarme su fuerza y protección.

No hay comentarios: