Fragmento extraído de la novela
La noche es virgen de Jaime Bayly
Yo echado encima de Mariano. No nos movemos. Beso su nuca. Él está como muerto. No hace nada. Yo le digo me gustas. No me contesta. Le digo me arrechas. Él sigue callado. No quiero darle un beso en la boca. No le busco la boca. No me provoca. Estamos armados. Tenemos mal aliento. La coca te deja un sabor vil, amargo. Sigo besándole la nuca. Él empieza a moverme el poto. Despacio, muy despacio. Yo siento que se me ha parado. Por un momento preferiría estar yo abajo. A mí me gusta que me engrían, que me muerdan la espalda, que me digan cosas ricas al oído, que me den por atrás. No importa, porque ahora mariano me está moviendo el potito, y cuando un culito te pide un poco de cariño, no le puedes defraudar: es una cuestión de humanidad. Mariano me ayudó. Se bajó el calzoncillo- era blanco, Calvin Klein, y estaba viejo, rasgado- siempre echado de espaldas a mí, con los ojos cerrados, me la agarró y me puse el condón y se la metí de un viaje. Y ahora los dos moviéndonos, y él callado, recibiendo castigo, y yo Mariano, Mariano, Mariano. Fue un momento hermoso, los dos tirados en la alfombra, armados, manchados, cogidos de la mano, mirando el techo, escuchando el rumor del tráfico, callados, sin decirnos nada. Fue un momento de putamadre. Porque habíamos hecho el amor. Eso fue amor. Me acuerdo de ti y me emociono. Mariano. Y te extraño. Y tengo ganas de ir a verte a donde carajo estés. Pero ya es tarde. Ya te fuiste. Ya no sé dónde coño estás. Esos minutos después que hicimos el amor y nos quedamos tirados en la alfombra con las braguetas abiertas, esos minutos fueron aún mejores que hacer el amor. Tal vez porque ingenuamente sentí que por fin había encontrado al chico que había estado buscando tanto tiempo.
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