Fragmento traducido del catalán
extraído de la novela L’amant del nois
de Isidre Bravo
Ahora estoy en el otro lado de la reja en una mesita del bar, a un metro de los chicos que saltan al agua, entre los cuales yo estaba hace un momento. Después volveré, ya más tranquilo. No sé si había visto nunca tantos cuerpos perfectos juntos y tantas sonrisas perturbadoras. Ya tantas miradas directas, algunas, incluso hasta insinuantes. Marraquech es la babilonia de Marruecos, el gran mercado de los deseos. Te volverías loco. La piscina de la Koutubia, sencilla, muy popular, bastante simple y dejada, es sólo masculina. Al menos de hecho, sólo hay tres nenas. El resto, unos diez adultos y unos mil chicos, de entre diez y veinte años. Muy pocos llevan las horribles bermudas largas y de colores que cada año abundan más en la playa del Ksar. Casi todos llevan bañadores antiguos –eslips descoloridos- o simplemente calzoncillo o pantalones viejos, gastados, curtos y abiertos, que, a veces sobre todo en los adolescentes de quince y diecisiete años y según en la postura que adoptan, dejan entrever el sexo, que ya magníficamente modelado y descuidadamente tranquilo o gloriosamente erecto… De entre ellos, algunos brillan de una manera especial. Y sobre todo ellos con un estallido deslumbrante, como una antorcha de fuego vivísimo e incombustible, uno de los vigilantes que velan para que no haya incidentes en el agua. Debe tener unos diecinueve años, tiene la piel muy morena, oscura, y lleva una camiseta de tirantes y unos pantaloncitos negros. Su sonrisa, su mirada y su caminar son principescos, de una belleza incomparable. Verle con una niña de un año en los brazos, mimándola afectuosamente, es una experiencia a la vez carnal y fragante – como si probaras un néctar delicioso- que te catapulta directamente hacia el Olimpo de los dioses. Ahora sé que su rostro es el más espléndido que he visto en Marruecos, vivo y perfecto bajo una gorra negra con visera y encima, un sombreo de paja con alas. El rostro del adolescente de los vestuarios de Sidi Harazem era, en realidad, el más seductor, el más sabroso, el más carnoso, con una mirada como de fruta dulce y tóxica. El que estoy viendo ahora en la piscina es el más radiante, de plata pura como la luna llena, el más imperial. Cosa que no le impide- como sí que le pasaba al joven mecánico de Tafroute- ser afectuoso, sencillo y cercano. Sin ninguna altiveza. Es la marca de Marraquech.
Ahora estoy en el otro lado de la reja en una mesita del bar, a un metro de los chicos que saltan al agua, entre los cuales yo estaba hace un momento. Después volveré, ya más tranquilo. No sé si había visto nunca tantos cuerpos perfectos juntos y tantas sonrisas perturbadoras. Ya tantas miradas directas, algunas, incluso hasta insinuantes. Marraquech es la babilonia de Marruecos, el gran mercado de los deseos. Te volverías loco. La piscina de la Koutubia, sencilla, muy popular, bastante simple y dejada, es sólo masculina. Al menos de hecho, sólo hay tres nenas. El resto, unos diez adultos y unos mil chicos, de entre diez y veinte años. Muy pocos llevan las horribles bermudas largas y de colores que cada año abundan más en la playa del Ksar. Casi todos llevan bañadores antiguos –eslips descoloridos- o simplemente calzoncillo o pantalones viejos, gastados, curtos y abiertos, que, a veces sobre todo en los adolescentes de quince y diecisiete años y según en la postura que adoptan, dejan entrever el sexo, que ya magníficamente modelado y descuidadamente tranquilo o gloriosamente erecto… De entre ellos, algunos brillan de una manera especial. Y sobre todo ellos con un estallido deslumbrante, como una antorcha de fuego vivísimo e incombustible, uno de los vigilantes que velan para que no haya incidentes en el agua. Debe tener unos diecinueve años, tiene la piel muy morena, oscura, y lleva una camiseta de tirantes y unos pantaloncitos negros. Su sonrisa, su mirada y su caminar son principescos, de una belleza incomparable. Verle con una niña de un año en los brazos, mimándola afectuosamente, es una experiencia a la vez carnal y fragante – como si probaras un néctar delicioso- que te catapulta directamente hacia el Olimpo de los dioses. Ahora sé que su rostro es el más espléndido que he visto en Marruecos, vivo y perfecto bajo una gorra negra con visera y encima, un sombreo de paja con alas. El rostro del adolescente de los vestuarios de Sidi Harazem era, en realidad, el más seductor, el más sabroso, el más carnoso, con una mirada como de fruta dulce y tóxica. El que estoy viendo ahora en la piscina es el más radiante, de plata pura como la luna llena, el más imperial. Cosa que no le impide- como sí que le pasaba al joven mecánico de Tafroute- ser afectuoso, sencillo y cercano. Sin ninguna altiveza. Es la marca de Marraquech.
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