Fragmento extraído y traducido
de la novela Tallats de lluna de Mª Antonia Oliver
Veía a Carlos, hace veinticinco años, delante de mí, tal como era el día del abrazo: un chico de doce años, como yo. Jugábamos con otros chicotes al conejito escondido en el jardín de su casa. Era un palacito de la parte alta de Barcelona y en el jardín había todo tipo de árboles, desde palmeres hasta saúcos, árboles de Judas y melocotoneros, pinos verdes, todo mezclados con buen gusto por un jardinero sabio. Nosotros dos nos habíamos escondido encima de una higuera borde- por tanto era verano porque tenía hojas, y al bajar me caí. No me hice daño, pero Carlos me ayudó a levantarme. Cuando estaba de pie delante de él, nos abrazamos y él- yo no me hubiera atrevido- estampó su boca contra la mía. Igual que habíamos hecho aquel día Fabricio y yo, en medio de la calle, pero aquel mediodía lo hicimos queriéndolos dos, sabiendo lo que podía pasar, y aquella tarde había sido Carlos quien me lo hizo, yo sólo había sentido que los pelos de la nuca se me erizaban y que en medio de aquello me pasaba alguna cosa, un placer y un dolor al mismo tiempo, bien diferenciado de cuando me tocaba yo solo o de cuando jugábamos con los compañeros a ver quien meaba más lejos. No volvimos a jugar en casa de Carlos, tan amigos como habíamos sido hasta entonces. Y en la escuela, lo evitaba. No me fiaba de él. Temía que no volviera a hacerme un beso como el de la higuera. Lo temía y al mismo tiempo sin decirlo a mí mismo lo deseaba. Por curiosidad. Y también porque quería volver a sentir el placer y el dolor de aquel día. Sí, lo quería con toda la fuerza de que era capaz. Pero hasta aquella noche no lo supe.
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