2.7.08

EL CINE BRUTUS


Fragmento extraído de

La biblioteca de la piscina
de Alan Hollinghurst

Bajé la escalera, mal iluminada por una bombilla pintada de rojo. El cine era un pequeño sótano, cuya suciedad sólo se evidenciaba del todo en el desolador momento de la madrugada, cuando terminaba la última sesión y las luces, al encenderse de repente descubrían las paredes desnudas, con manchas de humedad, la basura esparcida por el suelo, y el público restante, parte del cual dormía, mientras otros hacían cosas que estaban mejor ocultas en la oscuridad. Hacía meses que no entraba allí, y su carácter me impresionó de nuevo: nada más abrir la puerta noté los efectos de la sala en la vista, el olfato y el oído. Olía a tabaco y a sudor, un rancio aroma masculino con una capa superpuesta de ambientador barato con fragancia de limón. El sonido era la pausada música pop afrodisíaca que sonaba continua y repetitivamente a fin de animar al ambiente y cubrir los ruidos más suaves producidos por los espectadores. Esperé junto a la puerta para que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad casi absoluta, y el aspecto del local no tardó en cambiar. La única luz procedía de la pequeña pantalla y de un mortecino letrero amarillo que indicaba “Salida de emergencia” Cierta vez crucé aquella puerta, que conducía a una fétida escalera con otra puerta cerrada en lo alto. El humo espesaba la atmósfera y flotaba en el haz luminoso del proyector.

Era importante sentarse cerca del fondo, donde estaba más oscuro y había más actividad, pero también era esencial evitar las atenciones de personas francamente horribles. No era un público muy bueno así que me senté a observar y esperar. De vez en cuando alguien encendía un cigarrillo, o se movía en su asiento y miraba alrededor. el talante entre la tensión y el letargo.

En la pantalla un chico de cabello dorado, vestido con unos viejos tejanos y una camiseta blanca, se apoyaba en la puerta de un establo, con un pie levantado detrás de él. Un primer plano le mostraba con los ojos entrecerrados para protegerse del sol y una brizna de paja entre los labios. La cámara descendía lentamente, demorándose en la mano que rozaba los pezones, los cuales se adivinaban duros bajo la camiseta, y volvía a detenerse en la entrepierna, holgada pero prometedora. En el extremo del corral, un segundo muchacho también rubio, acarreaba sacos de abono. Contemplamos sus musculoso torso desnudo, que se tensaba al levantar los sacos para cargarlos en el hombro, seguimos el recorrido del sudor por le cuello y su espalda y nos deleitamos con una buena porción de su culo rollizo, enfundado en unos pantalones de dril, cuando se agachó. Los dos ojos de los muchachos se encontraron; un primer plano y luego otro sugirieron curiosidad y lujuria. Con un movimiento que parecía muy ligeramente a cámara lenta, el chico sin camisa se aproximó al otro y permanecieron muy juntos, ambos guapísimos, de unos dieciocho o diecinueve años. Sus labios se movieron, hablaron y sonrieron. La intensa luz del sol hacía resplandecer la imagen, que estaba fraccionalmente desenfocada y difuminad los suaves contornos de los muchachos, envolviéndolos en un nimbo rubio. El de la camiseta pareció hacerle una pregunta al otro, se desviaron y les engulló la oscuridad del granero.

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