Fragmento extraído de
la novela Escrito en el agua
de Pedro Menchén
Recuerdo que antes de hablar le
pregunté al profesor Lafuente si no le molestaba que apagáramos la luz. Él la
apagó sin hacer ningún comentario y se sentó de nuevo en el sofá, dispuesto a
escucharme sin más preámbulos. No obstante, yo permanecí un rato más en
silencio. Luego dije:
–Pues
verá, yo... yo soy homosexual y no me gusta serlo.
Le
expliqué, un tanto atorado, que quería vencer esa tendencia, de la que me
avergonzaba mucho, pero que no sabía cómo hacerlo. Él era un hombre inteligente
y sensible. Me había dado cuenta de ello nada más verle y estaba seguro de que
podría ayudarme a resolver el problema.
–¿Problema?
¿Qué problema? –preguntó.
Suspiré
con desaliento. Pensé que no me había comprendido.
–Es
que no quiero ser así –dije.
–¡La
explotación de los trabajadores, eso sí que es un problema! ¡El sindicato
vertical, el partido único, el Concordato, la Dictadura, eso sí que es
un problema! ¡La falta de libertad de expresión, de reunión, de asociación...!
¡Eso sí que es un problema!
Yo
estaba cada vez más desconcertado. ¿Cómo es que el profesor Lafuente no hacía
aspavientos, no gesticulaba, no suspiraba con incomodidad después de oír mi
declaración? ¿Cómo es que no corría a abrir la puerta de la sala o algo así? Yo
me consideraba a mí mismo un monstruo y esperaba que todo el mundo me viera
como un monstruo. Pero no, el profesor Lafuente, al parecer, no me veía como un
monstruo. Me veía como una persona normal y corriente. ¡Ni siquiera creía que
yo tuviera ningún problema! Me hablaba con la misma naturalidad con que hablaba
de economía o de la revolución del proletariado en una reunión clandestina de
jóvenes antifranquistas.
–Pero...
–protesté–, yo quiero cambiar. ¿Cómo voy a...?
–¡Eso
es una tontería! ¿Por qué habrías de cambiar?
–Pero
¿cómo voy a vivir así? No puedo...
–¡No
tienes por qué sentir vergüenza de ti mismo! ¡Debes aceptarte tal como eres!
–Sí,
pero...
–No
debes inhibirte. No debes culparte por eso –insistió–. Si te gusta un chico,
míralo. No te reprimas. Además, la tendencia sexual es algo que no se puede
cambiar. Debes superar esos complejos y vivir tu sexualidad. No hay ningún mal
en ello. Se cometen tantos crímenes económicos que la Iglesia tolera...
¡Aquel
hombre era admirable! Con unas pocas palabras me convenció de que debía aceptar
mi homosexualidad y me exhortó incluso a sentirme orgulloso de ella. Es el
único cura católico que he conocido en mi vida que no le haya concedido ningún
significado pecaminoso al sexo. Estaba convencido de que el verdadero crimen,
el único mal quizá en el mundo, era la injusticia económica, o sea: el sistema
capitalista.
Le
di las gracias por sus consejos y salí a la calle. Tenía que volver a casa,
pero antes me apetecía dar un paseo, así que caminé por la Gran Vía en dirección a
Callao y desde allí continué por Sol hasta la plaza de Jacinto Benavente, donde
debía tomar un autobús para Usera. Me sentía eufórico. Tragaba aire a bocanadas
y no me saciaba. Vi que venían hacia mí dos chicos y los miré sin inhibiciones.
Se dieron cuenta de que era gay, pero siguieron andando y no pasó nada. Tuve
ganas de reír porque no me gustaban. No, claro que no. No todos los chicos me
gustaban. Si era libre para mirar, también podía serlo para elegir. De pronto
me parecieron tan estúpidos mis miedos y complejos, tan ridículas mis
obsesiones con el pecado. Seguí caminando, tragando aire a bocanadas. Miraba
todo lo que había a mi alrededor como si lo viera por primera vez: las fachadas
de los edificios, las enormes carteleras de los cines, los anuncios luminosos,
la gente dentro de las cafeterías o caminando por las aceras, los coches, los
guardias de tráfico, los semáforos... miraba, en fin, el espectáculo de la vida
en la gran ciudad y me decía a mí mismo con entusiasmo: “¡Estoy en Madrid,
estoy en Madrid!” (Por fin parecía darme cuenta de ello). “¡Esta es mi ciudad,
la ciudad en la que siempre quise vivir!” Caminaba cada vez más deprisa. “¡Ya
no me avergüenzo de nada!”, pensé agitando los brazos. “¡Ya no tengo miedo de
nada!” Comencé a reír a carcajadas. Cualquiera que me hubiera visto, habría
pensado que estaba loco, pero no me importaba. “¡Soy una persona, no un monstruo
o un enfermo!”, estuve a punto de gritar. “¡Soy una persona, joder, alguien
como tú o como aquél!”, dije en medio de la multitud, sin importarme ya que me
oyeran, mientras cruzaba un semáforo. “¡Soy libre, libre!” Di un puñetazo al
aire. Saltaba. Gesticulaba. Reía. ¡La vida era maravillosa!