Fragmento extraído de
la novela
La estrella de la guarda de
Alan Hollinghurst
Me lo follé sobre la butaca:
plegado sobre sí, con los pies contra los hombros. Sentía la necesidad de
mirarle a la cara y de leer lo que le estaba haciendo en sus muecas de dolor y
en sus gritos sofocados, en su enrojecer violentamente cuando le metí la polla
hasta los huevo, en la mezcla inmediata de agradecimiento y repulsión. Había
usado todo el lubricante que Cherif había dejado en el tarro, pero vi resbalar
lágrimas por las comisuras de sus ojos, y su labio superior se erizó en una
contorsión de angustia o de estimulada agresividad. Levantó una mano
temblorosa, la apoyó contra mi pecho para pararme o para pedirme más. Yo estaba
aloco de amor. y consciente, sólo en parte, mientras se instauraba la cadencia
regular de la penetración, de un sordo deseo de herirle, le miraba mientras
recibía su castigo, su merecido por todo lo que me había hecho pasar, las
cuentas pendientes, las vejaciones de tantas semanas. Vi el placer estirarse
dentro de él, inesperada, se le puso la polla tiesa otra vez, la boca se le
aflojó, pero le hice todavía encogerse con pequeñas arremetidas hasta el fondo.
Yo estaba subido en la butaca, follándomelo
como un soldado que hace flexiones, diez, veinte, cincuenta… le oía
difusamente protestar, como si no estuviera seguro e querer quejarse, delgado
en dos, sin fuerza, sin aliento, no había más que el metisaca lubricado y
flexible de mi polla en su culo, que descorchaba unos pedos sonoros como el
brindis de un banquete de bodas. Tenía el pecho y la cara bañados en sudor:
salpicaba como un pugilista, el pelo empapado me caía de frente y se me metía
por los ojos. Y ya casi estaba acabando. Me puse de pie, salí de él por un
momento, y le volví agarrándole de las piernas. Su ojete relucía y se contraía
y se la metí de un golpe y la dejé allí con dulzura, apenas moviéndola dentro
de aquel limbo tembloroso que precede al final. Tuve la sensación profunda y luminosa
de que aquél era el momento más hermoso de mi vida. le acaricié el anverso de
los muslos, me agaché para lamer y respirar el leve olor a goma de su pies, le
arrebaté la polla de la mano, y se la
meneé lentamente. Sus huevos se contrajeron. Dijo: No no y se me echó encima
mientras un renglón de esperma me tachaba la cara y el pelo, una vez y otra
vez. Y fui yo el que cayó: emití un gemido de dolor por el regusto amargo,
mientras deseaba con toda mi alma la bendición de su mirada, aunque sus ojos estaban
extrañamente velado, palpitantes e incoloros…
No hay comentarios:
Publicar un comentario