28.6.12

MINE-SHAFT


Fragmento extraído de la novela


La bolsa de los juguetes de


David France
Detrás de una pesada puerta negra y anunciada sólo por una flecha blanca que señalaba, una estrecha escalera de madera conducía hasta un rellano iluminado por una bombilla desnuda. Un hombre fornido, de unos cuarenta años, oficiaba de portero sentado en un taburete. Pintadas a mano en letras desiguales sobre una puerta a sus espaldas, aparecía el nombre de MINE-SHAFT, una lista con normas de vestuario exigidas por el club. La lista empezaba a nivel de los ojos y acababa caso tocando el suelo grasiento.



No colonias, perfumes y jerseys de diseño.

No trajes, corbatas, pantalones de traje o chaqueta.

No camisas de rugby o tipo disco.

No americana en la pista.

No rayas horizontales.

No pantalones de traje, incluido tejanos de diseño.

No zapatos de vestir.

No zapatillas o zapatos de tenis.

Los tres policías entraron en el bullicioso salón principal del Mineshaft. A lo largo de una pared estaba el ancho mostrador de madera, con cadenas para sujetar colgadas por encima y enganchadas a un costado. Junto a la caja registradora había un tambor de Crisco con el cartel del precio que costaba un puñado. Había una hilera de taburetes desocupados. Al pareces, nadie se quedaba en esta pipera sala en penumbra, excepto para atravesarla en dirección a otros pasadizos oscuros, pedir otra copa o meter la mano en el barril de aceite. La mayoría de los hombres que estaban en las otras salas, y eran muchos, no llevaban camisa. Algunos estaban desnudos, con suspensorios o chaparreras vaqueras sin nada debajo, de forma que únicamente quedaban cubiertos los costados de sus piernas, con lo cual curiosamente protegían la parte menos vulnerable de su anatomía. Las manos, firmes en latas de cerveza, mangos de látigo o marcos, eran las únicas cosas que se movían deprisa, cuando bajaban para acariciar un pene bamboleante, una nalga rosada o sujetar una cintura estrecha, apartándola de la multitud. Nadie hablaba, pero los salones se estremecían con las implacables cadencias de la música disco. Un olor nauseabundo daba fe de los centenares de visitantes a este cuerpo biológico; litros de orina, cerveza, sudor o semen, kilómetros de cuero y carne. Por todas partes se destapaban ampollas de nitrato de amilo, proyectando un tenue halo naranja sobre el jolgorio; era lo bastante intenso para provocar dolor de cabeza a un novato.

Los detectives siguieron a su guía a través de un pequeño portal a la izquierda del bar, que comunicaba con una sala decorada como una prisión, donde había hombres encerrados en jaulas pequeñas, esposados a los barrotes o atados a las sillas. Los muchachos vienen aquí a divertirse dijo, no muy convencido de poder explicarse con claridad. Uno de los policías soltó un bufido Y el jefe comenzó otra vez: “Lo que hacen aquí es seguro, sano y consensuado. Hacen exactamente lo que quieren y de la forma que desean ¿No lo entienden? es un juego con sus reglas establecidas, el de abajo firma las reglas, cómo donde está el límite del dolor y cuándo se acaba la escena. Y el de arriba se acomoda a ellas” Gentilmente, explicó el concepto de los “contratos” sadomasoquistas, las negociaciones que debían preceder al encuentro, y las “palabras seguras” que se adoptan. Si una persona dice “Basta, me haces daño” Esto puede formas parte de la escena, sólo una frase sin importancia. Por lo tanto, la gente estipula una palabra “piedad” es una de las más comunes, que realmente significa “Basta”.













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