6.2.12

A LA CARGA



Fragmento extraído de la novela
Salvajes mimosas de Dante Bertini

Prenderse a aquel trozo cálido de carne con desesperada concentración, como si estuviera al borde de un abismo y de la fuerza de sus labios pendiera el resto de su vida; lamerlo, chuparlo, succionarlo, gastarlo con la lengua, la boca, la garganta; hundir la nariz entre los crispado pelos de la entrepierna, gustando esos olores desconocidos que, sin embargo, reviven siempre el recuerdo de sus primeros encuentros sexuales. Está convencido de que más tarde o más temprano el otro querrá darse la vuelta, hincarle el terrible miembro entre las nalgas, metérselo por le culo. Por eso tal vez lo humedece con dulzura preparándose para el brutal impacto. Como si fuera el sacerdote de un culto primitivo, un antiguo orante frente a la presa en sacrificio, la cubre totalmente con sus manos dejando asomar solamente la cabeza perfecta, deteniéndose apenas un instante en la contemplación extasiada de aquella pieza valiosa. Luego, pasa sobre el glande suave como la piel de la ciruela, sus labios humedecidos, en un roce prácticamente imperceptible que provoca al animal cautivo, logrando que se erice, respingue, amenace con arrojar su contenido. Enrique detiene allí su acción y se separa, mirando con morboso detenimiento al hombre que tiene enfrente. Desnudo, la cabeza caída hacia atrás, oculta antes sus ojos la cara que el intuye desarbolada de placer, los brazos pendiendo del respaldo de la silla como una chaqueta abandonada. Solamente los pies y el miembro encabritado se perciben vivos en ese cuerpo, tan blanco como el despojo de un naufragio…El cliente primerizo se pone de rodillas, tira el torso hacia adelante y, apoyándose en las palmas de las manos, acerca la cabeza a unos escasos milímetros del miembro erguido. Exhalando aliento, como si su intención fuera calentar a un cachorro abandonado, va con la boca abierta desde el glande hasta el escroto, manipulando el deseo casi incontenible de comérselo todo de un mordisco, gozando con la represión momentánea que se inflinge. El cuerpo abandonado comienza a reaccionar. Alguna contracción prácticamente imperceptible, un ligero movimiento de la mano, la respiración más agitada. De pronto, repentinamente repuesto del ahogo, el pálido náufrago despierta, poniéndose de pie, imponente frente al cliente que permanece arrodillado con la testuz a la altura de los erguidos muslos, los cabellos rozando el pene que podría imaginarse dolorido por su misma rigidez. Cogiendo con las manos la cabeza obediente, el hombre de pie esconde entre la espesa cabellera los diecinueve centímetros de miembro sonrojado. Tal vez por la mentira ahora evidente: el anuncio prometía una mayor medida- y hundiendo la nariz del otro entre sus huevos, le restriega, con detenida violencia, el ruboroso aparato por el cuello, las mejillas y las cercanías de la boca, que, ansiosa, trata de apresarlo sin éxito. Enrique, sumiso practicante, se queja, ruge, vuelve a declamar obscenidades, pide piedad, ruega que le concedan el permiso necesario para devorar aquel banquete esquivo que tanto le apetece. el señor de pie, absolutamente convencido de su situación privilegiada, se monta la espalda del devoto, para, siguiendo con el refinado suplicio del roce, comenzar un recorrido exhaustivo y lento por la columna vertebral hasta llegar al ano, que, decidido, también a jugar el juego de ofrecer y no dar, se abre y se cierra caprichoso ante la carne intrusa. Esta sin embargo, tiene muy claro el destino final de su paseo y, hábilmente lubricada con saliva, no cejará en su empeño de encontrar cobijo, aunque para ello deba vencer resistencias aparentes y hacer oídos sordos a los chillidos y súplicas del indeciso cliente, que ahora teme lo que hasta hace unos segundos más deseaba.


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