17.11.11

EL DESNUDO DE SAN VALENTIN



Un fragmento de la novela Valentín
de Juan Gil-Albert

Así yo acabé por encontrarme sin saber dónde terminaban mis límites y dónde empezaba el resplandor de Valentín, de tal modo me acostumbré, por usar una fórmula íntima, a vivir embarazado de él, como si lo llevara dentro, tan constante era su presencia así como, si dijéramos, tan invisible. Pero eso es lo que me ocurrió, que se me hizo invisible, visible de la manera más palpable, más plástica. Cuando lo vi aquel día desnudo, en medio del agua, tuve la impresión, casi dolorosa, de encontrarme en presencia de un mandato, de una súbita humillación, sí, de algo resplandeciente pero avasallador y que, como un magnético empuje, disponía de mí paralizando mi voluntad. Resulta extraordinario que algo, alguien tan frágil como Valentín, asumiera con su presencia un poderío de atracción tan fehaciente que inutilizaba; inutilizaba para todo lo que no fuera caer, aunque suspendido en el aire, en un embebecimiento contemplativo ante la existencia de la belleza formal. Valentín, era blanco y, como dije, rubio; carecía de la morbidez femenina pero, también de la musculosidad atlética. Su cuerpo, levantado finalmente desde sus plantas, sin pesadez alguna, parecía estar hecho de un material delicado y elástico que lo modelaba, diría yo, vibrantemente. Aquella nitidez sin mácula estaba levemente abrillantada por la aparición de un polvillo de oro que, trepando por sus piernas, ponía su toque de reminiscencia faunesca en el lomo, justo en la base de la espina dorsal, mientras que tomando una coloración cobriza, se adensaba en el pubis, allí donde se centraba su fuego, como hubiera dicho Anacreonte, deseoso ya de Pafos, es decir, del amor. Entonces fue cuando, viéndose hender el agua, ya de pie, y vinindo hacia mí, se me abrieron los celajes y vi, porque era eso, verlo, mi sentimiento al desnudo, vi que no era ya sólo un alma lo que yo trataba de compartir como un fervor que me era la mitad de mi alma, era aquel cuerpo, estuche de aquella alma el que, mis ojos y, con ellos, el boscaje entero de los sentidos, hacían suyo, con una apropiación tan vehemente que parecía anular en su posesión al mismo poseedor, es decir, que lo anulaba de tal modo que no podía decirse dimidium corporis mei, porque nos e trataba de una compenetración sino, por lo que entreví angustiosamente, de una sustitución, es decir de aquel cuerpo, y por decirlo de algún modo, me suplantaba, sustitución, si se quiera placentera, más que placentera magnética, pero con la que se entraba, a través de una especie de paralizante asombro contemplativo, en rivalidad.



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