
Fragmento extraído de la novela
La estrella de la guarda de Alan Hollinghurst
Las cartas de los clientes de Matt eran a menudo muy largas, henchidas de secreto entusiasmo y nada fáciles de leer. “No le agradeceré nunca lo bastante que me haya hecho conocer al joven Casey Hopper” comenzaba un de ellas. “¡Qué joya Me tiene completamente loco. Es un placer ver a un chaval de su edad al que le gusta de verdad que se la metan hombres más maduros y de mayores prendas. Y Casey, me complace decirlo, está ciertamente muy bien dotado. Pone unos ojitos tan suplicantes, tumbado allí boca abajo, atado de pies y manos a los barrotes de la cama, dejándome ver su tesoro secreto. A veces termino casi antes de que pase nada. Quizás debería contar algo sobre mí. Yo antes me dedicaba al negocio agrícola, tenía una granja en Ganete, donde he vivido toda la vida. Ahora acabo de cumplir sesenta y siete años y estoy jubilado, así que dispongo de mucho tiempo libre, y ciertamente, me volveré a poner en contacto con usted. Me gustan los chiquitos jóvenes, entre dieciocho y veinticinco, bien hechos y con el pelo corto. No me van con el pelo teñido o afeminados, ni tampoco con pendientes ni bisutería. Cómo se podrá usted imaginar, Casey Hopper encabeza la lista.” “Le podía parecer extraño que a pesar de lo que le acabo de contar, el sexo no me ha preocupado demasiado, también porque no me era fácil practicarlo. Vivo con mi madre, que tiene noventa y cuatro años, pero que sólo muy recientemente ha perdido la vista. Siempre he confiado en el simple e higiénico ejercicio que antes se llamaba el vicio solitario. Me enorgullece poder afirmar que desde 1937 me la he cascado al menos una vez al día” Todavía me sentía un poco incómodo entre todas las cosas de Matt, en el mundo semirreal de su cuarto. La sábana y el edredón parecían algo dejados de su figura enteca y pálida envuelta en ellos. Percibía ahora más que antes el mohoso hedor del cuarto de baño donde la montaña de calzoncillos sucios que él robaba y vendía luego obstruía la puerta. Era un poco delirante aquel elegir el vídeo porno adecuado y copiarlo enseguida en una cinta nueva con dos VHS accionados simultáneamente, mientras tras la pared sorda pegaba golpetazos y cantaba. Yo me afanaba entre toda aquella cochambre, metiendo calzoncillo manchados en envoltorios de papel estraza, tras pegarles la etiqueta que certificaba su autenticidad.
La estrella de la guarda de Alan Hollinghurst
Las cartas de los clientes de Matt eran a menudo muy largas, henchidas de secreto entusiasmo y nada fáciles de leer. “No le agradeceré nunca lo bastante que me haya hecho conocer al joven Casey Hopper” comenzaba un de ellas. “¡Qué joya Me tiene completamente loco. Es un placer ver a un chaval de su edad al que le gusta de verdad que se la metan hombres más maduros y de mayores prendas. Y Casey, me complace decirlo, está ciertamente muy bien dotado. Pone unos ojitos tan suplicantes, tumbado allí boca abajo, atado de pies y manos a los barrotes de la cama, dejándome ver su tesoro secreto. A veces termino casi antes de que pase nada. Quizás debería contar algo sobre mí. Yo antes me dedicaba al negocio agrícola, tenía una granja en Ganete, donde he vivido toda la vida. Ahora acabo de cumplir sesenta y siete años y estoy jubilado, así que dispongo de mucho tiempo libre, y ciertamente, me volveré a poner en contacto con usted. Me gustan los chiquitos jóvenes, entre dieciocho y veinticinco, bien hechos y con el pelo corto. No me van con el pelo teñido o afeminados, ni tampoco con pendientes ni bisutería. Cómo se podrá usted imaginar, Casey Hopper encabeza la lista.” “Le podía parecer extraño que a pesar de lo que le acabo de contar, el sexo no me ha preocupado demasiado, también porque no me era fácil practicarlo. Vivo con mi madre, que tiene noventa y cuatro años, pero que sólo muy recientemente ha perdido la vista. Siempre he confiado en el simple e higiénico ejercicio que antes se llamaba el vicio solitario. Me enorgullece poder afirmar que desde 1937 me la he cascado al menos una vez al día” Todavía me sentía un poco incómodo entre todas las cosas de Matt, en el mundo semirreal de su cuarto. La sábana y el edredón parecían algo dejados de su figura enteca y pálida envuelta en ellos. Percibía ahora más que antes el mohoso hedor del cuarto de baño donde la montaña de calzoncillos sucios que él robaba y vendía luego obstruía la puerta. Era un poco delirante aquel elegir el vídeo porno adecuado y copiarlo enseguida en una cinta nueva con dos VHS accionados simultáneamente, mientras tras la pared sorda pegaba golpetazos y cantaba. Yo me afanaba entre toda aquella cochambre, metiendo calzoncillo manchados en envoltorios de papel estraza, tras pegarles la etiqueta que certificaba su autenticidad.
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