14.3.11

EL BELLO DURMIENTE


Fragmento extraído de la novela
La estrella de la guarda de Alan Hollinghurst


Sorteé con precaución ropas caídas sobre el suelo, la camisa de seda arrugada, los feos calzoncillos estampados, preocupado sobre todo por no pisar un par de gafas. Luc dormía boca arriba, con la chaqueta del pijama abierta sobre los pezones oscuros, grandes y rugosos, y apartaba con una mano enguantada el voraz edredón que quería engullir entero. Pensé que sería estupendo su pudiera desabrocharle el botón de aquel guante de piel y desceñirlo de aquellos dedos nerviosos. Me asomé al borde de la cama, y estudié con detalle su estómago, mientras subía y bajaba con el largo aliento del sueño y aquella fisura tentadora, que hubiera querido explotar con mi lengua: el ombligo. Su anatomía toda era magnífica y de alguna manera luminosa en sí misma, y allí donde el azul de las venas se adensaba en la piel del cuello parecía transparentarse, como en un modelo, o en una estampa. El modelo de un hombre… Separé con devoción la sábana y descubrí su polla dormida en la holgura de su pijama descuidadamente entreabierta. Una polla gruesa, caliente en mi mano, sedosa, cuya piel se retiraba del glande con un íntimo susurro húmedo. Cuando abrió los ojos, fui los primero que vio. Estaba demasiado conmocionado para sonreír, era el nuestro un amor como una levitación en estado de trance cálido y radiante como un adagio para cuerda. Una visión mística, quizás de la eternidad que subyace en lo cotidiano. Una eternidad que nos pertenecía. Sus brazos rodearon mi cabeza, atrayéndome hacia sí. (…) Estaba inmovilizado en aquella posición por el talón de un pie que presionaba contra mi pantorrilla, y por la fricción ligeramente adhesiva de un culo bastante gordo, apretado contra el mío. Probé, lentamente, pero con firmeza, a dirigirme de espaldas hacia el centro de la cama, pero encontré una fuerte resistencia inconsciente. Mi reloj, sobre le suelo, me dijo que sólo eran las seis y cuarto. La luz de la mañana se estaba perfilando sobre la pared y yo deseaba sólo calor y olvido. Me deslicé fuera de la cama, la rodeé y me volví a meter por el otro lado, acogido por un gélido abrazo de la sábana, Allí la almohada despedía un olor seco, como de levadura, fresco y rancio al mismo tiempo.



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