Fragmento extraído de la novela
Sígueme de Cristóbal Ramírez
Un rato después se sacó una cuerda fina del bolsillo del pantalón y me cosió las manos tras el espaldar de la silla, sin miramientos, hilvanando alrededor de mis muñecas con rabia. Era como un torniquete. Se plantó ante mí. Sus dedos se cerraron en torno a mi mandíbula y sonrió criminal. Su sonrisa malsana ocupaba mi escaso campo visual. Bruno sonreía perverso. Me gustaba demasiado su sonrisa de maldad, era una auténtica promesa de dolor. Por un instante se hizo el silencio al quedar mis ojos a la altura de su entrepierna. Observé satisfecho la portentosa erección que atrapaban sus ajustados jeans. Percibía mi dolor un dolor desgarrado, mortificante, y la violencia de su brutalidad. Aspiraba también en el ambiente su fiero olor sexual. Me sujetó a la silla pisando fuerte sobre mis pies. Su pie derecho sobre mi izquierdo y viceversa. Una sonrisa macabra en sus labios carnosos y los labios En jarras, dilataban el instante. Pretendía atemorizarme un poco más, pero no lo consiguió porque ya había llegado al límite. El primer puñetazo estuvo a punto de derrumbarme, pero sus pies de acero me mantuvieron en la silla, que hizo amago de levantarse unos milímetros sobre las patas, perpendicular al suelo. Me dio de lleno en la nariz. Fue un golpe brusco, vigoroso. Noté como si me clavasen miles de agujas en el rostro. Bruno pegaba rico. Me gustaba cómo pegaba Bruno. Dolía infinito. Volvió a la carga con renovado aliento. El segundo puñetazo me hizo sangrar de nuevo la nariz y respiraba con dificultad por la boca. Era posible que me hubiesen saltado algunos dientes, pero entre los escupitajos de sangre me era difícil comprobarlo. Había tanta sangre en mi camiseta que temía que me hubiese reventado el rostro.
Sígueme de Cristóbal Ramírez
Un rato después se sacó una cuerda fina del bolsillo del pantalón y me cosió las manos tras el espaldar de la silla, sin miramientos, hilvanando alrededor de mis muñecas con rabia. Era como un torniquete. Se plantó ante mí. Sus dedos se cerraron en torno a mi mandíbula y sonrió criminal. Su sonrisa malsana ocupaba mi escaso campo visual. Bruno sonreía perverso. Me gustaba demasiado su sonrisa de maldad, era una auténtica promesa de dolor. Por un instante se hizo el silencio al quedar mis ojos a la altura de su entrepierna. Observé satisfecho la portentosa erección que atrapaban sus ajustados jeans. Percibía mi dolor un dolor desgarrado, mortificante, y la violencia de su brutalidad. Aspiraba también en el ambiente su fiero olor sexual. Me sujetó a la silla pisando fuerte sobre mis pies. Su pie derecho sobre mi izquierdo y viceversa. Una sonrisa macabra en sus labios carnosos y los labios En jarras, dilataban el instante. Pretendía atemorizarme un poco más, pero no lo consiguió porque ya había llegado al límite. El primer puñetazo estuvo a punto de derrumbarme, pero sus pies de acero me mantuvieron en la silla, que hizo amago de levantarse unos milímetros sobre las patas, perpendicular al suelo. Me dio de lleno en la nariz. Fue un golpe brusco, vigoroso. Noté como si me clavasen miles de agujas en el rostro. Bruno pegaba rico. Me gustaba cómo pegaba Bruno. Dolía infinito. Volvió a la carga con renovado aliento. El segundo puñetazo me hizo sangrar de nuevo la nariz y respiraba con dificultad por la boca. Era posible que me hubiesen saltado algunos dientes, pero entre los escupitajos de sangre me era difícil comprobarlo. Había tanta sangre en mi camiseta que temía que me hubiese reventado el rostro.
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