Fragmento extraído de la novela
Una prudente distancia
de Lluís Fernández
Pero lo peor fue un día que llega a casa como un desesperado, me pide los arneses u látigos, que yo guardo celosamente en la parte secreta de un armario, y se va con su bolsa Lois Vuiton a correr mundo. La penúltima vez a Honolulu, donde le esperaba un hombretón de uno noventa de altura y ciento veinte kilos de peso para vivir una semana de gozoso infierno en un bungalow de los antípodas. Lo conoció en Ámsterdam, en un cónclave internacional del bear Club, y cuanto llegaron al hotel se la sacaron al alimón y por la longitud de la polla se decidió quiñen de ellos haría de activo y quién de pasivo. La tenía grandísima me comentó Luís a su regreso, ante lo cual no pude por menos que rendirme emocionado. Como prueba de su amor, le cogió de las criollas de las tetillas, le levantó en alto unos centímetros y lo lanzó contra el sofá, con gran estrépito. Medio descoyuntado, pero contento, se levantó y tras someterlo a su abrazo de oso se abandonó al arbitrio de la mujer polaca que era con la sumisión que merecía su manifiesto señorío. Músculos de acero. Pechos enhiestos y abultados y endurecidos como rocas, coronados por dos argollas gruesas como monedas de quinientas pesetas que le atravesaban las tetillas. Aldabas carnosas que colgaban ante su boca para que las mordiera mientras el Daddy le atrapaba entre sus gruesísimos muslos y lo vencía. La polla la llevaba maravillosamente encastraba mediante tiras de cuero que la separaban de los huevos y éstos estrangulados por separados. Un piercing en forma de anzuelo le atravesaba el meato y lo unía mediante una larga cadena a ambas tetillas, de tal forma que cuando se le empinaba, que era casi siempre, tiraba de ellas, formando un tenso bridaje. Su sorpresa fue cuando comprobó que la lengua se la había atravesado por un clavo rematado por dos bolas que le sobresalían en su mismo centro. Sus besos debían de saber a acero y dejaban en la comisura de los labios un reguero de cardenillo verdoso adorable.
Pero lo peor fue un día que llega a casa como un desesperado, me pide los arneses u látigos, que yo guardo celosamente en la parte secreta de un armario, y se va con su bolsa Lois Vuiton a correr mundo. La penúltima vez a Honolulu, donde le esperaba un hombretón de uno noventa de altura y ciento veinte kilos de peso para vivir una semana de gozoso infierno en un bungalow de los antípodas. Lo conoció en Ámsterdam, en un cónclave internacional del bear Club, y cuanto llegaron al hotel se la sacaron al alimón y por la longitud de la polla se decidió quiñen de ellos haría de activo y quién de pasivo. La tenía grandísima me comentó Luís a su regreso, ante lo cual no pude por menos que rendirme emocionado. Como prueba de su amor, le cogió de las criollas de las tetillas, le levantó en alto unos centímetros y lo lanzó contra el sofá, con gran estrépito. Medio descoyuntado, pero contento, se levantó y tras someterlo a su abrazo de oso se abandonó al arbitrio de la mujer polaca que era con la sumisión que merecía su manifiesto señorío. Músculos de acero. Pechos enhiestos y abultados y endurecidos como rocas, coronados por dos argollas gruesas como monedas de quinientas pesetas que le atravesaban las tetillas. Aldabas carnosas que colgaban ante su boca para que las mordiera mientras el Daddy le atrapaba entre sus gruesísimos muslos y lo vencía. La polla la llevaba maravillosamente encastraba mediante tiras de cuero que la separaban de los huevos y éstos estrangulados por separados. Un piercing en forma de anzuelo le atravesaba el meato y lo unía mediante una larga cadena a ambas tetillas, de tal forma que cuando se le empinaba, que era casi siempre, tiraba de ellas, formando un tenso bridaje. Su sorpresa fue cuando comprobó que la lengua se la había atravesado por un clavo rematado por dos bolas que le sobresalían en su mismo centro. Sus besos debían de saber a acero y dejaban en la comisura de los labios un reguero de cardenillo verdoso adorable.
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