Fragmento extraído de la novela
La estrella de la guarda de Alan Hollinghurst
Ya había casi terminado cuando oí un grito y vi a dos chavales entrar a todo correr, chapoteando en el pediluvio; uno moreno y agradablemente curvilíneo, y el otro flaco, con el pelo rubio y recogido en un moñete, como una chica. Se echaron dentro de sus duchas respectivas, resbalando hasta quedar sentados en el suelo apoyados en la pared, resollando y riendo. Me despojé sin dudar de la toalla, volví adentro, desenrosqué el tapón de la botella de champú y me dispuse a lavarme otra vez la cabeza. No les había visto desde mi primera noche en el bar. Eran aquel chulito que estaba tan bueno y su amiguito, o amante, que ahora se desataba el moño y dejaba deslizar su melena sobre los hombros sacudiendo la cabeza como si fuera la mismísima Jane Byron en persona. Y esto dio un punto atractivo a sus ostro de ojos hundidos y todavía afeado por el acné en la frente y las mejillas. El morenito, que no era obeso, pero que quizás no estaría nunca delgado, tenía una morbidez de lo más vulgar, pero atractiva sexualmente. Yo posaba de vez en cuando la mirada sobre la carota cuadrada de labios muy llenos, como los de un chapero romano, y sobre los mórbidos pelillos negros del labio superior, y los pocos que le habían salido en el pecho de grandes pezones que descendían hasta los cordones de su bañador, cordones que oscilaban y se ladeaban tropezando en la protuberancia de la polla, atrapada de través en la brevedad del tejido rojo. Y, sin embargo, era su escuchimizado amiguito el que me devolvía el sentido de aquellos meses perdidos en el descubrimiento de mí mismo, de mi primera conciencia de los derechos de mi sexo. El moreno sería siempre atractivo, incluso cuando se consumiese aquel momento de gloria en la mediana edad, y quien sabe, quizás en matrimonio y en sus infidelidades: pero el rubio, que no era ni siquiera rubio, sino que tenía el pelo de un color indeterminado que sólo tomaba cuerpo cuando se mojaba, me parecía uno de tantos, iluminados por su amor propio, por su fe en sí mismo. Aquellos dos ni se duchaban ni se desnudaban, limitándose a dar vueltas por allí, riendo. Tras unos diez minutos, su desenvuelta invasión de aquel lugar me comenzó a aburrir, y después de todos aquellos lavatorios minuciosos me sentía como esas víctimas de un trágico sentimiento de culpabilidad, que tienen que frotarse y frotarse hasta arrancarse la piel a tirar. Por fin, el rubio se precipitó dentro de los vestuarios, sin que yo comprendiera sus últimas palabras. Llevaba unos bermudas largos que le llegaban a las rodillas. Su amigo hizo una mueca en señal de asentimiento, como diciendo ahora voy, pero se quedó donde estaba, El corazón se me puso a cien…
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