Fragmento extraído de la novela
La bolsa de los juguetes de
David France
Andrew Crispo y Hal Borrouhs, una extraña pareja, se encontraban sentados en el bar en forma de herradura en el mismísimo centro del Club Hellfire, esnifando cocaína a través de una pajita de plástico. De vez en cuando rechazaban (siempre cortésmente) los intentos de un hombre casi desnudo que se arrastraba hasta ello por el suelo de cemento y solicitaba – rogaba, imploraba-. Tener el placer de chuparle los dedos de los pies. Un cortés “no” lo alejaba momentáneamente, mientras proseguía su ronda entre mocasines, tacones y botas militares que se movían por el salón en penumbra, a la altura de los ojos. Pero siempre volvía, como un perro que busca comida en la mesa de sus amos. ¿Por qué lo hace? Preguntó Hal, con su amable y redondo rostro irlandés ¿qué placer saca? El hombre, casi cincuentón, pareció muy dispuesto a explicarse, a pesar del momento y la situación. Se trataba de una penitencia, un autocastigo, una devoción a toda prueba, un servicio a sí mismo y a los demás, hombre o mujer, calzado o descalzo. Era su obligación realizar este servicio. Su castigo y su recompensa. La rienda de la disciplina y una desenfrenada exhibición de su íntima pasión: sisífea y dionisíaca.
Cerca del borde des escenario, había un cabestrillo de cuero que colgaba del techo y en el cual, de tanto en tanto, sujetaban con las extremidades bien abiertas, a un hombre o a una mujer, cuyas cavidades, ahora de fácil acceso, aceptaban sin reparos la introducción de objetos del tamaño de un puño. Muy cerca había a disposición de los prisioneros semidesnudos una celda con grilletes de metal y de cuero. La luz de un foco iluminaba la pared del fondo, y hacía parecer oxidados y fríos los barrotes de hierro. Alrededor de unas trescientas personas deambulaban por esta mazmorra atestada y sin ventanas, situada en el sótano de un edificio de dos plantas en la calle 14 este y la Novena avenida. Alguna de ellas vestían a la moda con pantalones negros y camisas: se daban un garbeo por el local antes de ir a algún otro sitio. Otros vestían arreos de cuero y botas de montar hasta los muslos. Había muchos desnudos que recorrían el bar como zombis, mientras otros, sobre todo los más jóvenes, con tejanos y ropa militar, llevaban las braguetas abiertas, con sus penes y testículos al aire.
Para llegar a los lavabos había que subir unos pocos escalones que comunicaban con una habitación de techo bajo situada literalmente debajo del tráfico escaso de la Novena Avenida. La puerta de un reservado diminuto estaba cerrada con llave; a través de ella llegaban los sonidos de unos abrazos amorosos. Esto dejaba libres sólo dos bañeras, que en este lugar cumplían la función de orinales. En lugar de los habituales recipientes azules con desinfectante que se encuentran generalmente en los urinarios públicos, en el interior de cada bañera había un hombre acurrucado. Una veintena de hombres y mujeres se alineaban delante de las bañeras. Esperando su turno para mear sobre los cuerpos de los hombres. Como también le habían entrado ganas de orinar, Hal Burroughs se sumó a la cola, unos cuantos puestos por detrás de su amigo.
Hijo de un padre tenía unas facciones que favorecían su exótica herencia femenina: l apiel dorada, labios bien dibujados, ojos negros y dos cejas circunflejas configuraban su hermoso rostro en forma de corazón. El pelo espeso como el de un visón,. peinado hacia atrás y muy corto por encima de las orejas, enmarcaba su frente con el clásico pido d ela viuda negra. Su nariz respingona y finamente cincelada, era herencia d esu padre. A pesar de su constitución delgada, su físico imprsionaba. los hombros
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