Fragmento extraído de la novela
Salvajes mimosas de Dante Bertini
Yo lo despreciaba y jamás permití que me besara en la boca. Extrañamente no despreciaba su semen, y solo de saber que él estaba detrás de mí en la oscuridad de la sala, desabrochándose la bragueta, me ponía tan caliente que hasta en el recuerdo me arde todo el cuerpo. Quizá de allí venga mi adicción desenfrenada a la televisión: era otra excusa para encerrarnos y nuevamente escudados por puertas acristaladas, entregarnos a nuestra pasión perversamente incestuosa. Éramos primos carnales- nunca mejor dicho-. Mi primo, me hizo conocer el sexo, eso que yo entreveía como algo extraño y necesario. Me educó a su manera y, con el paso de los años fui entendiendo cada vez más el significado profundo de su nombre: Ángel.
En mis sueños no había cabida para aquel primo de provincias: una persona media de estatura media, con gustos que yo suponía vulgares y una capacidad sexual que, al ser la primera que conocía, supuse normal. Su disposición constante a mi deseo, la inalterabilidad de sus erecciones, aquel olor acremente animal de su cuerpo en las siestas familiares, el cambio inmediato en la expresión de su cara frente al menor roce de su cuerpo con el mío, la bestialidad sonora de sus eyaculaciones, lo hacían demasiado cercano. Yo detestaba aquel placer animal. Sin embargo, bastaba que Ángel desprendiera parsimoniosamente los botones de su bragueta y quebrando la pelvis hacia delante extrajera su poderoso aparato, completo y en expansión, para que yo me arrodillara ante él devotamente, permitiendo que mi boca fuera el estrecho y poco profundo receptáculo de su miembro fragante; que mi lengua jugara con las diferentes calidades de su piel; que mi cabeza toda fuera un objeto sin resistencias, entre sus manos hábiles, un objeto que él usaba para proporcionarnos placer. En cada encuentro me enseñaba algo más sobre el amor, abriendo una nueva porción de mi cuerpo a sus necesidades, creando en mí dimensiones que quedaban deshabitadas y ansiosas cuando él las abandonaba. Latiendo en carne viva. Aquellos espacios vacíos esperarían inquietos la irrupción desmesurada de sus músculos.
Todos los rincones de aquella casa tuya, papá, en la que tan poco tiempo estabas, eran preciosos para nosotros. Todos también de la misma peligrosa incomodidad, la que me obligó más de una vez a sonreír con la boca cerrada y llena de semen ante la aparición inesperada de parientes o vecinos. Otras, escondido en un armario o detrás de algún sofá imponente, retuve la respiración y el miedo hasta que mamá volvió a la cocina y nosotros pudimos terminar nuestra tarea. Allí conocí toda la violencia de que era capaz el primo Ángel; cómo podía olvidarse del dolor ajeno para extraer su gozo. Introducía su sexo en mí desde todos lo ángulos, siempre rígido, caliente, alerta a mis respuestas de placer para exigirme más. Yo quería tenerlo todo dentro, todo él: con piernas y brazos, con uñas y dientes, frotando todas las esquina interiores de mi cuerpo, devastándome. Desde sus diecisiete años podía dominar toda la blandura de mis doce, educarme de la manera que le apeteciera. Yo me cobraba en sus orgasmos: reteniendo los míos podría contemplar la disolución de sus facciones, el desmoronamiento de su cuerpo, la lenta y caliente inundación que me llenaba, vaciándolo.
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