7.4.10

JUEGOS BAJO MANO


Fragmento extraído del relato Retornello
de Edmund White


Jim era alto, bronceado, rubio, llevaba un corte de pelo militar, y tenía un grueso labio superior que no permanecía mucho tiempo afeitado y que siempre mostraba un incipiente bigote de un dorado rojizo. Sus pequeños ojos y complejos cambiaban rápidamente de expresión, pasando de una impenetrabilidad adulta a una furtividad adolescente. Caminaba con dificultad, como si estuviera herrado en lugar de calzado con zapatos de cordones. Llevaba un corbata de lazo, que solía asociar a personas caracterizadas por una jovial incompetencia, pero que en el caso de Jim parecía más un torniquete apresuradamente atado alrededor de su grande y móvil nuez de adán en un intento provisional de apaciguar su pujante virilidad. Si la nuez era muy marcada, la nariz era pequeña, delgada y elegante, las cejas descoloridas, y las orejas, pequeñas, bien proporcionada y rojas, peladas en la parte superior de los vellosos lóbulos.

Con atrevimiento suicida, apreté la pierna contra la pierna de Jim. Primero puse mi zapato contra el suyo, con la suela pegada horizontalmente a su suela. Luego, alcanzada esa cabeza de playa, incliné con lentitud los músculos de la pantorrilla contra la suya, rozándolo primero sólo con levedad. Me retiré incluso un momento, como prueba de lo completamente fortuito de mis movimientos, antes de sentarme más en el borde de la butaca, colocando los codos sobre las rodillas en un gesto de absoluta concentración, inclinándome atentamente hacia los exóticos brincos y gargarismos del escenario, una intensificación de la atención que, por supuesto, me obligó a apretar mi delgada pantorrilla contra su musculosa pantorrilla, mis huesuda rodilla contra su rodilla cuadrada y majestuosa. Como dos amantes gozosos o desesperados, la pierna de Jim se mantuvo firme contra la mí. No la retiró. Miré su perfil de reojo, pero resultó inescrutable. Ejercí una ligera presión contra su pierna. Me froté las manos y sentí las callosidades que meses de practicar el arpa me habían provocado en las yemas de los dedos. De proseguir con mis asaltos ¿Se sentiría súbita e indignadamente o se lo contaría más tarde todo a su padre, quien se vería obligado a chivarse a mi madre y decirle que tenía un hijo mariquita? Decidí esperar señales de reciprocidad. No permitiría que mi deseo me impulsara a ver un deseo mutuo donde sólo existía le mío. Temía la llegada del entreacto porque no sabía si podría disimular el bulto de mi entrepierna ni el rubor que poco a poco se había apoderado de mi cuello y mi cara. Flexioné los músculos de la pantorrilla contra la de Jim y él me respondió. Éramos luchadores de fútbol planeando una jugada o dos luchadores luchando por obtener una ventaja sobre el contrario. Estábamos a punto de cruzar el límite entre el accidente y la intención. Pronto se vería tan involucrado como yo Flexioné los músculos de la pantorrilla dos veces, y él me respondió otras dos; resultaba innegable que estábamos estableciendo un código morse. En el escenario, los guerreros habían entablado un combate coreográfico, quedándose muchas veces inmóviles en medio de una arremetida, y yo me preguntaba dónde viviríamos, cómo escaparía de mi padre, cuándo besaría aquellos labios gruesos por primera vez. Una sonrisa traviesa y rebosante de un placer tan nuevo que apenas me atreví a confiar en él, se me formó en loas labios. A solas con mis pensamientos, pero rodeado por su cuerpo, imaginé toda una larga vida a su lado.

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