Fragmento extraído de la novela
Una prudente distancia de Lluís Fernández
Yo que me vi en aquella playa nudista es que no me lo creía. Carmen y yo nos hicimos los europeos y nos desnudamos con la mayor naturalidad. Jorge y su mujer, Ronda, como eran habituales naturistas, abrían el camino. Fingí que no veía nada, como si todos aquellos hombres desnudos fueran transparentes, pero no era verdad. Tuve que rendirme a la evidencia. Estaban en puritos cueros. Así que yo me tumbé al sol boca abajo y me pasé toda la mañana ligando bronce y haciendo como si leía, sin moverme. Entre asustado de lo que veía y conteniendo a duras penas las erecciones que me venían como oleadas salvajes cada vez que Jorge se pavoneaba delante de mis ojos con aquel colgajo estremecedor que pareciera decirme entre bamboleos que le siguiera dios sabe dónde. Y perdí el sentido. Literalmente. Vamos que se le apareció el espíritu santo en forma de pájaro con pelos y señales y tamaña revelación la dejó pallá. Durante una semana fueron a la playa nudista y Luís fingía que todo aquello era la fantasía corporeizada que nunca quiso permitirse imaginar: cuerpos atléticos, cuerpos ebúrneos, cuerpos musculosos y viriles como troquelados en un gimnasio, exhibiéndose bajo una ducha solar que los doraba “al punto” de forma inquietante. Por primera vez veía esos cuerpos masculinos bajo una nueva luz curiosamente narcisista. Otro día de nuevo en la playa nudista, traté con fortuna de contener la primera empinada. Me levanté distendido. Crucé insensible el mar de hombres desnudos, Me metí en el agua. Nadé hacia lo profundo. ¡Y allí estaba él! Braceando en círculos concéntricos alrededor de mí, todo sonrisas, con impudicia haciéndose el muerto para mostrarme entre las aguas cristalinas su miembro flotando y su vientre peludo y su pecho abultado y sus piernas robustas y su grueso cuello. En la playa, ajenas a la puesta en escena de Jorge, carmen y Ronda leían. Con un movimiento envolvente, enjugazado, me cogió por la espalda, se acopló suavemente y apretó su cuerpo inmenso contra el mío con tibios balanceos y me abandoné a sus caricias y desmanes. Esas manos. Sus partes restregándose contra mis nalgas agrietadas de placer, temblando de miedo ante su avasalle a ojos vista. Luego, se sumergió y comenzó a chupármela sin descanso. Surgía su cabeza risueña, un flequillo rayándole la frente y escondiendo sus ojos aviesos, tomaba aliento y volvía a trabajarme los bajos fondos marinos con prevaricación y denuedo.
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