Fragmento extraído de la novela
El sol de la decadencia
de Luís Antonio de Villena
Lo cierto es que Kevin me pareció siempre un joven Alejandro Magno. Por ello, acaso la fotografía más hermosa, le muestre de perfil con una corona dorada (una falsa corona griega) y los hombros desnudos. Había llevado whisky, por si el chico necesitaba animarse. Y lo bebimos como dos buenos camaradas después, pero no hicieron falta empujones. Kevin no era en absoluto melindroso, y como tantos jóvenes, además, apenas tardó en descubrir conmigo el encanto sutil profundo del narcisismo, que sin duda no ignoraba. Fui su espejo. Y es mejor entonces que el espejo hable. El dorado oscuro que era su cuerpo se volvía músculo y tersuras florales. Al inicio (telas, sofás almohadones) se sintió aparentemente incómodo por el tamaño todopoderoso de su miembro. Se ruborizó un poco al dejarlo ver, como si tener una hermosura y gran polla fuese de mal gusto, quizá ante el fotógrafo que hacía por disimular su total disfrute. Luego la exhibió sin recato, mostrando su hermanamiento con los muslos potentes y el torso guerrero. Como si le gustara jugar con ella. Fue magnífico. Hicimos bromas, bebimos, reímos- luego de quedarnos solos- pero yo era únicamente un amigo. Tal y como quedaba estipulado, nada más. Pero fijaos esto es lo más raro. Había enrollado una de las sedas que usamos para el atrezo de las fotos (una suerte de pasmina azul) y se la había ceñido a la cintura. Sólo a la cintura, como un peculiar púgil obsceno. No se tapaba nada, al contrario, las poderosas nalgas y la verga magnífica quedaban como exaltadas por el cinturón de tela celeste que las dejaba libres, como un parasol de verano… Me detuve estupefacto como ebrio. Afortunadamente no me moví. Llegó hasta el espejo deleitándose en su andar lento y acariciándose el culo y la polla, lentamente, también como sólo lo hace un rey de su cuerpo. Algo semejante. Ante el gran espejo se detuvo, se humedeció (como entonces) los labios y con la lengua más despacio. Luego escupió en las manos y empezó a masturbarse. Eyaculó violentamente (pero intentó opacar sus gemidos) sobre la parte baja del cristal, en tres o cuatro grandes sacudidas. Y ambos vimos cómo aquel líquido espeso y blando chorreaba por el vidrio abajo despacio.
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