Fragmento extraído del relato
Bendito sea el ángel azul
de Daniel M. Jaffe
Enseño mi documento de identidad y el carné de socio, pago los doce dólares, me arrastro por el estrecho pasillo, guardo la cartera y las llaves en una taquilla y luego me dirijo hacia la fuente que hay en el patio. Me tomo una Viagra. Mientras espero a que el ángel azul viaje desde el estómago hasta la entrepierna, me siento en una silla de plástico beig y me quedo mirando fijamente el baile de las llamas en la chimenea. A los cincuenta, necesito un ángel azul para que s eme ponga dura con desconocidos. Después de tomarme la pastilla, puedo meterme en la plataforma de los glory holes, sacudirme la polla un par de veces y empalmarme para introducir mis dieciocho centímetros por un agujero y llenar cualquier boca, ya sea joven o vieja, bonita o fea. Puedo ponerme un condón y follar en la oscuridad, sin embargo, sin la pastilla, ni siquiera el más velludo de los osos, el muchachito más tierno o el hombre más musculoso y bien proporcionado sería capaz de provocar el menor movimiento en el interior de mis vaqueros. (Puede que si alguien me la chupara mucho tiempo, mi perezosa sangre circulara, pero incluso en el mejor de los casos, lo que tengo ahí no es una roca, sino una esponja) Estando frente a la chimenea, noto que me quema un poco los ojos y de repente siento que me arde la frente, lo que significa que el ángel azul está a punto de emprender el vuelo. Me froto suavemente los vaqueros hasta que me noto el paquete. Hora ya estoy listo para darme una vuelta. Me paseo tranquilamente por el patio, voy a hasta la sala de porno y me quedo mirando a una pareja muy normalita que está chupándosela a un muchacho joven en el sofá de la sala y también en la pantalla ( la vida imita el arte que imita la vida) le pellizco los pezones al muchacho y, aunque deja escapar un gemido, no extiende el brazo hacia mí, de modo que me largo.
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