Fragmento extraído de la novela
Confesiones de una máscara
de Yukio Mishima
Hacía ya un año que sufría la infantil angustia de poseer un juguete curioso. Yo tenía doce años. Ese juguete aumentaba de volumen a la menor oportunidad y parecía insinuar que, utilizado debidamente, podía ser fuente de delicias. Pero en ningún lugar tenía yo instrucciones escritas acerca de cómo utilizarlo, y por eso, cuando el juguete tomaba la iniciativa en sus deseos de jugar conmigo, quedaba yo inevitablemente desconcertado. Alguna que otra vez, mi humillación y mi impaciencia alcanzaron tal punto de gravedad que llegué a pensar que deseaba destruir aquel juguete. Sin embargo, nada podía hacer como no fuera rendirme al insubordinado instrumento, con su expresión de dulce secreto, y esperar despreocupado acontecimientos. Luego se me metió en la cabeza escuchar desapasionadamente los deseos de mi juguete. Gracias a eso, descubrí con rapidez que tenía aficiones muy definidas e inconfundibles, eso que bien podría denominarse su “propio mecanismo”. La naturaleza de los gustos de mi juguete estaba vinculada a mis recuerdos infantiles, y se centraba en realidades tales como los cuerpos desnudos de los jóvenes que en verano veía en la playa, o de los que formaban los equipos de natación en la piscina de Meiji, o en el atezado joven que se había casado con una prima mía, o en los valerosas protagonistas de muchos relatos de aventuras. Hasta aquel momento habría creído erróneamente que esas realidades sólo ejercían una atracción poética en mí, confundiendo la naturaleza de mis deseos sensuales con un sistema estético. El juguete también levantaba su cabeza ante la muerte, los charcos de sangre y los cuerpos musculosos. Sangrientas escenas de duelo en las portadas de los semanarios de aventuras, que en secreto, pedía prestados al estudiante residente en casa; grabados de jóvenes samurais abriéndose el vientre, o de soldados heridos de bala, prietos los dientes, y corriendo la sangre entre los dedos de las manos que oprimían el pecho cubierto de tela caqui; fotografías de luchadores de sumo, con dura musculatura, luchadores de tercera clase, que aún no habían acumulado grandes cantidades de grasa… Ante estas imágenes, el juguete alzaba inmediatamente su inquisitiva cabeza.
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