Fragmento extraído del relato Un oráculo
de Edmund White
El muchacho le tendió la mano a Ray y dibujó su primera sonrisa de verdad, tan resplandeciente como la de un muchacho árabe. Su piel era sorprendentemente cálida y aterciopelada, y la palma de su mano no tenía callosidades. Homero había explicado a Ray que si podían permitirse el lujo, los padres preferían tener a los hijos sin trabajar tanto tiempo como fuera posible. Los chicos, que prolongaban su adolescencia hasta bien entrados los veinte, se sentaban ociosos en la bahía por la noche, intentado ligar con extranjeros (un deporte que se llamaba kamaki “arponear”) cuando entraron en los lavabos, en el mismo momento que los ojos de Ray estaban intentando acostumbrarse a la intensa oscuridad, se dio contra el muchacho sin querer. Ambos soltaron un grito, el muchacho rió, quizá de un modo un poco ofensivo, y sus dientes se iluminaron la habitación. Ray empezó a retroceder, pero su mano había gozado lo que sólo podía se una gran erección, grande porque era una erección, no por el tamaño, de acuerdo con la lógica gay, lo que la hacía grande era la edad del muchacho, la noche, el peligro, el hecho de tener que pagar más tarde. Ray se dio cuenta de que el muchacho ya se había desabrochado la bragueta. ¿Estaba impaciente? Ray quería que estuviera impaciente. Y entonces Ray, una beldad por derecho propio, un eterno objeto de deseo, difícil de complacer, fácil de asustar por los que intentaban ligar torpemente en la calle, codiciado durante todos y cada uno de sus veinte años de celebridad gay por cientos de hombres igualmente hermosos por un cuerpo de elite compuesto de asistentes de vuelo, jóvenes ejecutivos y modelos, ese Ray ( que estaba temblando mientras se arrodillaba)se arrodilló ante lo que sólo podían ser unos calzoncillos largos, sí eso era lo que eran, luminosos tras la desabotonada bragueta, tiró de los vaqueros hacia abajo , bajó la goma elástica de los calzoncillos y saboreó aquel pene caliente y ligeramente amargo; Ray cuyos años de vibrante compromiso político habían acabado por desembocar en ese instante en el delicioso sentimiento de culpa del maricón anglosajón que se tira a un trabajador mejicano, del cowboy que se la chupa a un guerrero indio, del turista perdido que aborda a un astuto muchacho árabe. aspiró el olor a sudor y orina con un placer embriagador sereno. se sintió como un alienígena al que estuvieran inyectando un suero vital desde una astronave. El miedo le había dejado la boca seca. Pero el pene que golpeaba contra el paladar extraía de nuevo un torrente de saliva. Las rodillas empezaban a dolerle por la parte que estaban en contacto con el húmedo suelo de cemento. Cogió la mano suelta, flácida del muchacho y entrelazó sus dedos con los de é. Levantó la vista hacia arriba por un momento, pero el muchacho tenía los ojos cerrado y el semblante inexpresivo, lo que le daba un aspecto todavía más juvenil y absurdamente desinhibido. Al cabo de unos instantes, Ray puso el condón en la mano del muchacho con gesto firme. Como un niño espiando por el ojo de una cerradura. Ray continuó arrodillado contemplando cómo el muchacho rompía el envoltorio y desenrollaba metódicamente el condón a lo largo del pene. Se lo puso del revés, con la cara lubricada hacia dentro, y tuvo que empezar de nuevo. Entonces el muchacho lo agarró por detrás, y Ray sintió la invasión, tan compleja psicológicamente, tan familiar, pero que sin embargo, avanzaba dolorosa o placenteramente, no sabía decirlo, nunca lo ha sabido. El muchacho respiraba sobre su hombro, olía a Kentaky Fried Chicken.
de Edmund White
El muchacho le tendió la mano a Ray y dibujó su primera sonrisa de verdad, tan resplandeciente como la de un muchacho árabe. Su piel era sorprendentemente cálida y aterciopelada, y la palma de su mano no tenía callosidades. Homero había explicado a Ray que si podían permitirse el lujo, los padres preferían tener a los hijos sin trabajar tanto tiempo como fuera posible. Los chicos, que prolongaban su adolescencia hasta bien entrados los veinte, se sentaban ociosos en la bahía por la noche, intentado ligar con extranjeros (un deporte que se llamaba kamaki “arponear”) cuando entraron en los lavabos, en el mismo momento que los ojos de Ray estaban intentando acostumbrarse a la intensa oscuridad, se dio contra el muchacho sin querer. Ambos soltaron un grito, el muchacho rió, quizá de un modo un poco ofensivo, y sus dientes se iluminaron la habitación. Ray empezó a retroceder, pero su mano había gozado lo que sólo podía se una gran erección, grande porque era una erección, no por el tamaño, de acuerdo con la lógica gay, lo que la hacía grande era la edad del muchacho, la noche, el peligro, el hecho de tener que pagar más tarde. Ray se dio cuenta de que el muchacho ya se había desabrochado la bragueta. ¿Estaba impaciente? Ray quería que estuviera impaciente. Y entonces Ray, una beldad por derecho propio, un eterno objeto de deseo, difícil de complacer, fácil de asustar por los que intentaban ligar torpemente en la calle, codiciado durante todos y cada uno de sus veinte años de celebridad gay por cientos de hombres igualmente hermosos por un cuerpo de elite compuesto de asistentes de vuelo, jóvenes ejecutivos y modelos, ese Ray ( que estaba temblando mientras se arrodillaba)se arrodilló ante lo que sólo podían ser unos calzoncillos largos, sí eso era lo que eran, luminosos tras la desabotonada bragueta, tiró de los vaqueros hacia abajo , bajó la goma elástica de los calzoncillos y saboreó aquel pene caliente y ligeramente amargo; Ray cuyos años de vibrante compromiso político habían acabado por desembocar en ese instante en el delicioso sentimiento de culpa del maricón anglosajón que se tira a un trabajador mejicano, del cowboy que se la chupa a un guerrero indio, del turista perdido que aborda a un astuto muchacho árabe. aspiró el olor a sudor y orina con un placer embriagador sereno. se sintió como un alienígena al que estuvieran inyectando un suero vital desde una astronave. El miedo le había dejado la boca seca. Pero el pene que golpeaba contra el paladar extraía de nuevo un torrente de saliva. Las rodillas empezaban a dolerle por la parte que estaban en contacto con el húmedo suelo de cemento. Cogió la mano suelta, flácida del muchacho y entrelazó sus dedos con los de é. Levantó la vista hacia arriba por un momento, pero el muchacho tenía los ojos cerrado y el semblante inexpresivo, lo que le daba un aspecto todavía más juvenil y absurdamente desinhibido. Al cabo de unos instantes, Ray puso el condón en la mano del muchacho con gesto firme. Como un niño espiando por el ojo de una cerradura. Ray continuó arrodillado contemplando cómo el muchacho rompía el envoltorio y desenrollaba metódicamente el condón a lo largo del pene. Se lo puso del revés, con la cara lubricada hacia dentro, y tuvo que empezar de nuevo. Entonces el muchacho lo agarró por detrás, y Ray sintió la invasión, tan compleja psicológicamente, tan familiar, pero que sin embargo, avanzaba dolorosa o placenteramente, no sabía decirlo, nunca lo ha sabido. El muchacho respiraba sobre su hombro, olía a Kentaky Fried Chicken.
No hay comentarios:
Publicar un comentario