Fragmento extraído de la novela
El silencio roto de Mariano García Torres
La enfermedad tiene nombre, se llama sida. El castigo divino, la peste del siglo veinte. Para purgar las culpas vergonzantes de los pecadores, de un tipo de pecadores, de un tipo de pecados. Eso, dicho de otra forma, son palabras eclesiásticas, infalibles… El fuego de Sodoma otra vez cayendo encima, como a propósito. Acaso sea justo, no lo sé; jamás jugaría a impartir justicia. Pero ¿y los demás pecadores?, ¿ y los demás pecados?, ¿qué fuego los castiga? Convertidos otra vez en blanco de injurias, en ira de dioses y de semidioses. Medidos todos por el mismo rasero. Homosexual = promiscuo = peligroso; sin matices, sin excepciones. Había sido demasiada tolerancia, demasiada transigencia. La era Reagan parece estar ganando la partida. Tomar medidas nuevas; en algún país de Centroeuropa estaba llegando a plantearse: aquí no podrían ni entrar, aquí serán sometidos forzosamente a pruebas. ¿Lo llevarán a cabo? ¿Serán capaces? ¡Cuánta estupidez! Pero es una actitud que abarca siglos, milenios, dos mil años de historia judeocristiana. Como si la enfermedad fuera patrimonio exclusivo de un sector, y al resto únicamente pudieran salpicarle las consecuencias; como si la enfermedad, la innombrable, hubiera sido generada por un sector, para un sector, no, para dos: negros (haitianos) y homosexuales. Como si yo mismo, que llevo más de doce años sin relaciones sexuales, por la simple circunstancia de formar parte de ese sector, ya fuera un potencial de riesgo; por pertenecer a un grupo maldito, marginado, marginable.
No hay comentarios:
Publicar un comentario