Fragmento extraído de la novela
El silencio roto de Mariano García Torres
La vida con Óscar, pasado los primero días de novedades, no nos ofreció muchas otras coincidencias. Permanecimos unidos por vínculos secundarios, donde lo esencial tal vez no existió nunca. Sin lazos afectivos ni tampoco físicos, nuestra unión empezó pronto a mostrarnos el sentido improvisado, la desunión, que tampoco era violenta porque carecía de componentes pasionales. Sé que nadie lo creería, y, sin embargo, era cierto que Óscar a mí no me atrajera: “un muchacho tan bello…” No me atraía; su belleza para mí tenía alfo de asexuada, de ángel de Salcillo, de misticismo incorpóreo, anticarnal. Aunque eso debo confesarlo, me sentía de puertas afuera orgulloso de su físico, como diciendo: es así de guapo y es mi amigo, como reforzando la inseguridad que el tiempo empezaba a proponerme, como sublimando el rechazo incipiente hacia la dependencia de otros cuerpos en mística contemplativa. Él creo que lo sabía y que lo utilizaba, mitad frustración mitad orgullo, que era un diamante, objeto superfluo y codiciado, hermoso a la vista y frío al tacto, inútil y deseado. Es como si el sexo ya no fuera una aventura, como saber exactamente cuál iba a ser el curso de las cosas y como si todo ello me aburriera, me resultara fatigoso y vano; intento momentáneo de aproximar las lejanías, de acortar distancias. Conmigo a solas, con mis flaquezas incompartibles, con mi creciente misantropía, con la reacción de individualismo llevada la límite tras años y años de conciencia condicionada al sentido colectivo. No, nunca más. Desde entonces, ya han pasado trece años, no tuve relaciones sexuales con nadie. Ni siquiera las he echado en falta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario