Fragmento extraído de la novela
Carajicomedia de Juan Goytisolo
Una tarde desabrida y fría, con ráfagas intermitentes de nieve rápidamente fundida en el fango y alquitrán del bulevar de Rochechouart, me refugié en la entrada del cine Trianon, punto de cita de numerosos inmigrados norteafricanos, frente a una de mis estaciones favoritas de devoción y recogimiento. Entre la media docena de magrebís que examinaban los fotogramas expuestos en el vestíbulo, advertí la presencia de uno, corpulento, malencarado, que tras larga espera contemplativa del bulevar semidesierto, corrió de un tirón a la capilla de mis jubileos y desapareció en su interior. le imité al punto y ocupé el puesto libre, contiguo al centro de la vespasiana, para espiar a mis anchas el zangoloteo de una tranca que por su solidez y volumen nada tenía que envidiar a la de Abdalá. Él proseguía su manipulatio demostrativa, absorto e indiferente como un ídolo yucateco y no movió un músculo del rostro cuando adelanté mi mano incrédula al sancta sanctorum a fin de comprobar, como el apóstol Tomás, la tangibilidad del milagro “Ven al hotel conmigo” le dije. Él se abotonó el braguetón y me siguió sin decir palabra. Abdelkader tenía entonces una treintena de años y trabajaba en los ferrocarriles. Había perdido dos dedos de la mano izquierda en un accidente laboral y sus muñones, como brotes truncos añadían una nota de aguzadora crudeza a su estampa de obrero curtido y áspero. Por una razón que ignoro, nuestro primer encuentro revistió un carácter excepcional: no quiso coyundar y ofreció una y otra vez su magnificencia a la beatitud de mis labios. También se resistió a aceptar mi diezmo y lo guardó al fin tras hacerse rogar. Vivía de la diaria exhibición de su banderín para el enganche de reclutas: era su útil de trabajo, bastón de mando, generador y dador de placer y energías. Su virtud brotaba en cauce manos y ancho. Nunca le vi mostrar cansancio ni abatimiento: si interrumpía la partida, lo hacía a ruegos del enclavado, del venturoso imitador de Cristo en la cruz. De ordinario pernoctaba en hoteles de la zona de Pigalle en los que yo me colaba con él durante el sueño del portero. El grosor de su mango parecía superior al gálibo de los túneles y arcos más transitados. Pero el empeño paciente y una lubricación adecuada obraban portentos. Abdelkader aprendió a jugar con los dedos arracimados en las áreas sensibles y eréctiles, combinando el imperio del a fuerza con la destreza y la suavidad.
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