Nos cruzamos una tarde por casualidad en el bulevar de Rochechouart y los dos moderamos el paso hasta detenernos e intercambiar saludos. Llevaba una gorra azul oscuro que le ocultaba la calvicie y, como para compensar con lo mondo del cráneo recio y poderoso, lucía un mostacho poblado y una cuidada barba con la que ajardinaba el mentón. Su rostro de rasgos enérgicos, el cráneo liso, el bigote y la barba negros componían una estampa de refinada dureza que contrastaba con la urbanidad de sus modales. Zinedín poseía un miembro talludo – un verdadero tententieso- al que denomina afectuosamente su “diablo”- el temple y la solidez de su virtud le incluían entre los celadores más meritorios del Perpetuo Socorro. Solía auxiliarme dos o tres veces y luego permanecía tendido, con un brazo en orno a mis hombros, en fecundo y meditativo silencio. Hablaba poco de su vida en Argelia y observaba gran discreción tocante a la mía (nunca me ha gustado airear mi abnegada labor de aliviar los apuros de cuerpos y almas) aceptaba mis donativos con naturalidad, como el gesto amistoso de alguien con mayores posibles que él. No recuerdo ahora su oficio o, por mejor decir, oficios, pues mudaba a menudo de ellos. Este periodo de ardorosa intimidad, sin exclusivas de una parte ni otra, concluyó a raíz de mis largas ausencias, cuando inicié las misiones evangélicas en California, Boston y Nueva York.
9.9.09
ZINEDIN
Nos cruzamos una tarde por casualidad en el bulevar de Rochechouart y los dos moderamos el paso hasta detenernos e intercambiar saludos. Llevaba una gorra azul oscuro que le ocultaba la calvicie y, como para compensar con lo mondo del cráneo recio y poderoso, lucía un mostacho poblado y una cuidada barba con la que ajardinaba el mentón. Su rostro de rasgos enérgicos, el cráneo liso, el bigote y la barba negros componían una estampa de refinada dureza que contrastaba con la urbanidad de sus modales. Zinedín poseía un miembro talludo – un verdadero tententieso- al que denomina afectuosamente su “diablo”- el temple y la solidez de su virtud le incluían entre los celadores más meritorios del Perpetuo Socorro. Solía auxiliarme dos o tres veces y luego permanecía tendido, con un brazo en orno a mis hombros, en fecundo y meditativo silencio. Hablaba poco de su vida en Argelia y observaba gran discreción tocante a la mía (nunca me ha gustado airear mi abnegada labor de aliviar los apuros de cuerpos y almas) aceptaba mis donativos con naturalidad, como el gesto amistoso de alguien con mayores posibles que él. No recuerdo ahora su oficio o, por mejor decir, oficios, pues mudaba a menudo de ellos. Este periodo de ardorosa intimidad, sin exclusivas de una parte ni otra, concluyó a raíz de mis largas ausencias, cuando inicié las misiones evangélicas en California, Boston y Nueva York.
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