12.9.09

EN LA DISCOTECA


Fragmento extraído de la novela
La estrella de la guarda de Alan Hollinghurst


Había leído un panegírico sobre aquella discoteca en una revista de contactos local, y me había detenido a mirar con descorazonadora familiaridad el desplegado central, con sus efebos flacos en pantalón corto, o en bañador, y sus relatos de fabulosas noches de gloria: las fotos sacadas con flahs en una esquina a los dos o tres niños más monos, con un grueso camarero abrazado a un rubio de bote, eran idénticas a las de la prensa inglesa de tendencia, que evocaban cómo se lo habían pasado engrande. Una vez traspasada la pesada puerta insonorizada con su mirilla de tela metálica, me encontré en un lugar tan sabido que no me hubiera sorprendido ver allí a mis viejos amigos Danny y Simon alzando los brazos por encima de los hombros de los que se atornillaban tenazmente a la barra para coger sus bebidas o brincando y pavoneándose por la raquítica pista de baile. La misma loca ilusión de lujo, el mismo matarratas a precio exorbitante, la misma tétrica mariconería grasienta, el mismo desafío. Apoyado contra una columna recubierta de espejos, me puse a mirar a una bandada de jovencitos que mariposeaban burlones, acariciándose los unos a los otros, sorbiendo rápidos y furtivos buches de Coca-Cola y de cerveza, y pegando saltitos al borde de la pista, afectadamente coquetos, sabedores de su atractivo. Parecían más en su ambiente que ninguno de nosotros, muy a gusto con el deprimente repertorio de europop pespunteado de sobados y resobados clásicos de los setenta. Mientras me ponía los puntos a un niñato de buenos músculos con un chaleco de redecilla y vaqueros remangados que se lamía el blanco bigotes de espuma de cerveza del labio superior al tiempo que se pavoneaba con un impudor de chulito de patio de instituto. No podía tener más de dieciséis años. Pero, aquí, contrariamente a Inglaterra, no pasaba nada: el consabido y clásico sentido común europeo. Me pareció no haber deseado a nadie tanto como a aquel chico. Me preocupó que, al haber demostrado tan obviamente mi interés por él, sus amiguitos advirtieran que le estaba mirando, y justo entonces se volvió hacia mí e hizo un gesto con la lengua por debajo de los dientes superiores , un gesto que no supe si interpretar como de guasa o de provocación, o quizás fuera una especie de insulto. Ensimismado en mi excitación, no me percataba de lo habituados que estaban todos ellos a aquella clase de espectáculos. Le seguí cuando fue al lavabo, pero se encerró a mear en uno de los cubículos con pestillo, y le oí carraspear expresivamente mientras se aliviaba…

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