Fragmento extraído de la novela
Los ángeles caídos de Eric Jourdan
Aunque seguía durmiendo, gimió, abrió los brazos con los ojos cerrados y, sin saber lo que hacía, me atrajo hacia él, haciéndome caer, y me abrazó con todas sus fuerzas. Un mohín deformaba sus labios. Estaba encima de él, pero su respiración, su calor y su aliento eran míos. El misterio de un cuerpo que tienes entre tus brazos me pareció sencillo y terrible a la vez: ¿a quién pertenece? El sueño lo aleja de la tierra se lo lleva a parajes desconocidos, su soledad es un pequeño destello de la muerte. El sol maquillaba con oro su rostro, resaltando sus párpados allí donde las pestañas carecían de sombra, tiñendo su pelo despeinado, ribeteando su oreja de un rosa transparente y rodeado de perlas de sudor su cuello de víctima yaciente. Dentro de un minuto, de un segundo, se daría la vuelta bajo el sol y se desperezaría; sólo me quedaba un instante para espiar su abandono. El cuerpo de Gerard durmiendo tenía la inmensidad del al noche; coloqué la oreja sobre su corazón. Desde tan cerca, su boca se convertía en la boca de un oráculo, y yo estaba dispuesto a hacer cualquier sacrificio a fin de escuchar la palabra amor. Cuando abrió los ojos seguía abrazándome, y antes de que el despertar le devolviera la memoria tuve derecho a contemplar una sonrisa en un rostro que no había visto hasta entonces. Mi primo mostraba ante la gente una cara romántica y socarrona, cuyo encanto surtía efecto en cuanto le echaban la vista encima. No obstante, yo era el único que conocía al auténtico Gerard.
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