Fragmento extraído de la novela
Sígueme de Cristóbal Ramírez
Aleix no toleraba las tonterías. Nunca alzaba la voz ni hacía aspavientos. le era suficiente, en último extremo, mirar con un punto fulgurante para restablecer la frontera entre lo permitido y lo tolerado. Tenía prohibido sentarme a su misma altura. En su dormitorio él se tumbaba en su cama y yo me sentaba en la alfombra. Mi cabello al alcance de su mano para que enredase el pelo en ella, y tirase si así lo deseaba, hasta humedecer mis ojos. Miraba dificultoso a través de las lágrimas de dolor que encharcaban mis pupilas y me nublaba la visión, como cristales rotos. Otras veces Aleix se sentaba en el sofá y yo en el suelo, a sus pies, al alcance de su mano. Como no soportaba los programas televisivos, golpeaba en mi cabeza con el mando a distancia para llamar mi atención y ordenarme algo. De primero, iba a buscarle una Pepsi halada ala nevera y se la servía en un vaso grande con cubitos de hielo. Vaciaba el refresco burbujeante en el vaso y se lo acercaba a los labios con cuidado de que nos e derramase el líquido. Si se derramaba era error. A menudo se los derramaba. Me excitaba ver la Pepsi resbalar por la comisura de sus labios y mancharle el torso. A continuación Aleix me arrojaba el resto con rabia sobre mi rostro. Recibía con placer el líquido en mi cara y sorbía sobre mis propios labios, recogiendo los regueros de refresco con mi lengua. Yo me arrodillaba frente a él y soportaba estoico que me cogiera del pelo y me atrajese hacia sí, para lamerme el rostro o depositar luego en mi boca, de un escupitajo fiero, su saliva ácida del refresco. Después me lanzaba de un empujón.
Sígueme de Cristóbal Ramírez
Aleix no toleraba las tonterías. Nunca alzaba la voz ni hacía aspavientos. le era suficiente, en último extremo, mirar con un punto fulgurante para restablecer la frontera entre lo permitido y lo tolerado. Tenía prohibido sentarme a su misma altura. En su dormitorio él se tumbaba en su cama y yo me sentaba en la alfombra. Mi cabello al alcance de su mano para que enredase el pelo en ella, y tirase si así lo deseaba, hasta humedecer mis ojos. Miraba dificultoso a través de las lágrimas de dolor que encharcaban mis pupilas y me nublaba la visión, como cristales rotos. Otras veces Aleix se sentaba en el sofá y yo en el suelo, a sus pies, al alcance de su mano. Como no soportaba los programas televisivos, golpeaba en mi cabeza con el mando a distancia para llamar mi atención y ordenarme algo. De primero, iba a buscarle una Pepsi halada ala nevera y se la servía en un vaso grande con cubitos de hielo. Vaciaba el refresco burbujeante en el vaso y se lo acercaba a los labios con cuidado de que nos e derramase el líquido. Si se derramaba era error. A menudo se los derramaba. Me excitaba ver la Pepsi resbalar por la comisura de sus labios y mancharle el torso. A continuación Aleix me arrojaba el resto con rabia sobre mi rostro. Recibía con placer el líquido en mi cara y sorbía sobre mis propios labios, recogiendo los regueros de refresco con mi lengua. Yo me arrodillaba frente a él y soportaba estoico que me cogiera del pelo y me atrajese hacia sí, para lamerme el rostro o depositar luego en mi boca, de un escupitajo fiero, su saliva ácida del refresco. Después me lanzaba de un empujón.
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