Fragmento extraído de la novela
Carajicomedia de Juan Goytisolo
Buselham cifraba en su cuerpo todos los méritos que configuran mi imagen de un santo: brazos musculosos, pecho velludo, rostro de rasgos duros y toscos que suavizaba al sonreír. Su edad era insaciable: vaciaba a caño dos o tres botellas de tinto por velada. Su lengua – la que empleaba conmigo-consistía en una mezcla muy personal de andaluz y morisco, aprendida en sus añorados tiempos de capataz de una empresa constructora española. Ahora trabajaba los fines de semana de portero, en el bar del hotel Astoria y allí le veía despedir sin contemplaciones a peleones y borrachos. Lajdar era un jayán de mancuernados mostachos, rasgos duros y ojos de azabache, en los que parecía cobijar, como escribió mi esmerado copista “la mirada implacable de un tigre” Charlaba con unos amigos y esperé pacientemente a que se despidiera de ellos para acercarme a él y proponerle un ejercicio meditativo en el cercano Square d’Anvers. Le manifesté mi devoción sin rodeos- menos temeroso de una reacción desabrida que de una negativa cortés - pero con gran alborozo mío, aceptó de inmediato. Fuimos a uno de mis albergues íntimos y disfruté de la gloria de aquel cuerpo que iba a ser objeto durante años, pese a las vicisitudes y zarandeos de la vida, de un culto de dulía acendrado: visiones turbadoras de su miembro erguido, hieratismo facial, manos grandes y bastas, de inocente brutalidad. La fijeza de sus ojos durante el escalo a la cima no permitía adivinar sentimiento alguno: sólo brillo, fiereza, inescrutabilidad. Le socorrí con largueza y nos citamos el día siguiente en el Square para entonar nuevas preces.
Carajicomedia de Juan Goytisolo
Buselham cifraba en su cuerpo todos los méritos que configuran mi imagen de un santo: brazos musculosos, pecho velludo, rostro de rasgos duros y toscos que suavizaba al sonreír. Su edad era insaciable: vaciaba a caño dos o tres botellas de tinto por velada. Su lengua – la que empleaba conmigo-consistía en una mezcla muy personal de andaluz y morisco, aprendida en sus añorados tiempos de capataz de una empresa constructora española. Ahora trabajaba los fines de semana de portero, en el bar del hotel Astoria y allí le veía despedir sin contemplaciones a peleones y borrachos. Lajdar era un jayán de mancuernados mostachos, rasgos duros y ojos de azabache, en los que parecía cobijar, como escribió mi esmerado copista “la mirada implacable de un tigre” Charlaba con unos amigos y esperé pacientemente a que se despidiera de ellos para acercarme a él y proponerle un ejercicio meditativo en el cercano Square d’Anvers. Le manifesté mi devoción sin rodeos- menos temeroso de una reacción desabrida que de una negativa cortés - pero con gran alborozo mío, aceptó de inmediato. Fuimos a uno de mis albergues íntimos y disfruté de la gloria de aquel cuerpo que iba a ser objeto durante años, pese a las vicisitudes y zarandeos de la vida, de un culto de dulía acendrado: visiones turbadoras de su miembro erguido, hieratismo facial, manos grandes y bastas, de inocente brutalidad. La fijeza de sus ojos durante el escalo a la cima no permitía adivinar sentimiento alguno: sólo brillo, fiereza, inescrutabilidad. Le socorrí con largueza y nos citamos el día siguiente en el Square para entonar nuevas preces.
No hay comentarios:
Publicar un comentario