y extraído de la novela
L’amant del nois de Isidre Bravo
Muchas veces las ocasiones perdidas de hacer una buena fotografía se deben a mi poco dominio del aparato. Como cuando, mientras hago los preparativos (colocar un zoom, un carrete nuevo, etc) rostros bellísimos que he cazado furtivamente se dan cuenta de mi intención y entonces- a veces o por timidez y otras por orgullosa dignidad- se niegan. Así como me pasó con el efebo de color en la salida de Tafraoute- un príncipe de ojos negros llenos de luz, con pupilas blancas como la nieve- que llevaba una sencilla camiseta vieja, rota y sucia, y que en el taller mecánico de la carretera trabajando en unos engranajes, totalmente inconsciente de su extraordinaria belleza y de la herida que provocaban los movimientos llenos de fuerza y suavidad a un mismo tiempo de su brazos y de sus hombros. Tímido, se puso a la defensiva al entender que me gustaba mirarlo. O cuando me costó de fijar con el objetivo las figuras que se movían, como Hafid, el adolescente de sonrisa fulgurante y piel de bronce que encontré en el chiringito de la playa de Casablanca (aquella media hora que ya te he hablado que pasé inmerso en un remolino desbordante de vitalidad, una de las más intensas y estimulantes de mi vida). No conseguía retenerlo en una foto mientras reía espontáneamente, movedizo entre las mesas en medio de los adultos, o subiendo corriendo por el terraplén, esplendoroso, con los cabellos al viento. Y cuando lo tuve para mí y aceptó a que le hiciera fotos, no pudo evitar posar, sin ninguna naturalidad, incomprensiblemente serio y rígido, sin ningún vestigio de la gracia auténtica que antes me había cautivado. O cuando ya han dejado de mirar la cámara en el momento que el flash intermitente acaba la última de sus ráfagas, como el aprendiz de sastre en un tallercito de le media, también en Casablanca. O cuando más que fotos sería necesaria una filmación, como la escena increíble de dos chicos, de unos diecisiete y quince años, en la parada de taxis de Oulad Teima, camino de Taroudant, abrazados, el joven literalmente apuntalado en su compañero y pidiéndole besos, que el mayor le hacía en el cuello, riendo los dos y con un total descontrol de las manos abandonadas por completo en el impulso… Están también las fotos imposibles porque, demasiado cerca de hacerlas, los que me han golpeado con la mirada, se molestarían. pienso ahora en el chico de ojos esquivos, que jugando al fútbol a dos pasos míos, en la playa, se subía la camiseta para que le diera el aire, mostrando sin saberlo un pecho pletórico coronado por dos pezones finamente modelados y un delicioso vientre bruñido y suave, quizás como el que García Lorca evoca en La gacela de la terrible presencia, dentro del Diván del Tamarit, cuando después de citar los cataclismos que es capaz de soportar, añade: “déjame un ansia de oscuros planetas / pero no me enseñes tu cintura fresca”
L’amant del nois de Isidre Bravo
Muchas veces las ocasiones perdidas de hacer una buena fotografía se deben a mi poco dominio del aparato. Como cuando, mientras hago los preparativos (colocar un zoom, un carrete nuevo, etc) rostros bellísimos que he cazado furtivamente se dan cuenta de mi intención y entonces- a veces o por timidez y otras por orgullosa dignidad- se niegan. Así como me pasó con el efebo de color en la salida de Tafraoute- un príncipe de ojos negros llenos de luz, con pupilas blancas como la nieve- que llevaba una sencilla camiseta vieja, rota y sucia, y que en el taller mecánico de la carretera trabajando en unos engranajes, totalmente inconsciente de su extraordinaria belleza y de la herida que provocaban los movimientos llenos de fuerza y suavidad a un mismo tiempo de su brazos y de sus hombros. Tímido, se puso a la defensiva al entender que me gustaba mirarlo. O cuando me costó de fijar con el objetivo las figuras que se movían, como Hafid, el adolescente de sonrisa fulgurante y piel de bronce que encontré en el chiringito de la playa de Casablanca (aquella media hora que ya te he hablado que pasé inmerso en un remolino desbordante de vitalidad, una de las más intensas y estimulantes de mi vida). No conseguía retenerlo en una foto mientras reía espontáneamente, movedizo entre las mesas en medio de los adultos, o subiendo corriendo por el terraplén, esplendoroso, con los cabellos al viento. Y cuando lo tuve para mí y aceptó a que le hiciera fotos, no pudo evitar posar, sin ninguna naturalidad, incomprensiblemente serio y rígido, sin ningún vestigio de la gracia auténtica que antes me había cautivado. O cuando ya han dejado de mirar la cámara en el momento que el flash intermitente acaba la última de sus ráfagas, como el aprendiz de sastre en un tallercito de le media, también en Casablanca. O cuando más que fotos sería necesaria una filmación, como la escena increíble de dos chicos, de unos diecisiete y quince años, en la parada de taxis de Oulad Teima, camino de Taroudant, abrazados, el joven literalmente apuntalado en su compañero y pidiéndole besos, que el mayor le hacía en el cuello, riendo los dos y con un total descontrol de las manos abandonadas por completo en el impulso… Están también las fotos imposibles porque, demasiado cerca de hacerlas, los que me han golpeado con la mirada, se molestarían. pienso ahora en el chico de ojos esquivos, que jugando al fútbol a dos pasos míos, en la playa, se subía la camiseta para que le diera el aire, mostrando sin saberlo un pecho pletórico coronado por dos pezones finamente modelados y un delicioso vientre bruñido y suave, quizás como el que García Lorca evoca en La gacela de la terrible presencia, dentro del Diván del Tamarit, cuando después de citar los cataclismos que es capaz de soportar, añade: “déjame un ansia de oscuros planetas / pero no me enseñes tu cintura fresca”
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