
Fragmento extraído de La biblioteca de la piscina
de Alan Hollinghurst
No haríamos nada a menos que yo tomara las riendas. Alcé la otra mano, le cogí la mandíbula, volví su cabeza hacia mí y le besé lenta, torpemente, como si se recuperase de un desmayo, giró en redondo, me rodeó con sus brazos y me estrechó con mucha fuerza .Hacía tanto tiempo que deseaba besarle que me aferré a él e introduje mi lengua larga y puntiaguda hasta el fondo de la garganta; la retiré entonces y le mordí los labios hasta que noté el sabor de la sangre. Él que no podía resistirse, estaba asombrado. Cuando retiré la cabeza, un filamento de saliva osciló entre nuestras bocas y lo eliminé brutalmente de su barbilla. Su rostro tenía ahora un color rojo penetrante.
Levanté la parte inferior de su camiseta y la deslicé sobre el liso estómago. Era una camiseta ceñida y me limité a enrollarla bajo las axilas y estirarla sobre sus tetillas duras y protuberantes. Retorcí los pezones con los dedos índice y pulgar y luego, mirándole a los ojos con un apasionamiento que en seguida me pareció casi cruel, le metí mano al paquete, manoseé un poco, le abrí la bragueta y le bajé los pantalones y calzoncillos hasta las rodillas. Mientras yo hacía todo esto, él permaneció quieto, con los brazos separados de los costados e impasible, como un niño en el consultorio del médico, o una persona la que toman medidas para un traje. No hizo gesto alguno hacia mí, con excepción de una curiosa y seria expresión facial: estaba haciendo aquello de lo había oído hablar, era lo que deseaba que hiciéramos.
Su polla seguía inerte como lo estaba siempre en las duchas: circundada, arrugada, tan poco comunicativa como el resto de su persona, y al igual que él parecía aguardar el descubrimiento. la sostuve en la palma de mi mano y deslicé el pulgar por su piel, adelante y atrás, como si fuera un ratoncillo doméstico. No sucedió nada… o, en todo caso, se encogió un poco más. Comprendí que estaba actuando con demasiada rapidez.
Retrocedí, me quité los zapatos (de ante, viejos y gastados, con unos cordones que nunca desataba, perezosa afectación que consideraba sexualmente muy atractiva) me desabroché la camisa de algodón blanco, que arrojé a un lado, y, con una pizca de suspense, bajé la cremallera y me quité los pantalones. Los ojos de Phil estaban como hipnotizados por los míos y parecía reacio a bajar la vista para mirar mi verga oscilante. Entonces se desistió con una precipitación excesiva y se apartó de la ventana, la cabeza gacha bajo el techo inclinado. Tenía un cuerpo fantástico, muy desarrollado, lleno de líneas convexas, duro inocente. Solo interrumpía su blancura la mancha roja de la picadura de un insecto en a piel tierna y rugosa marcada por el cinturón.
Ahora le traté con mucha suavidad, acariciándole, besándole, mordisqueándole… sonriéndole también y emitiendo leves murmullos de placer. Y él empezó a responder, al principio, imitándome pero luego lo hizo por sí mismo. No obstante, nos detuvimos varias veces, separándonos por unos momentos y mirándonos como lo había hecho a menudo, en las duchas o el vestuario, desnudos y reservados. Tal vez el hecho de ya no existían las reservas propias del espacio público nos dificultaba la naturalidad, hacía que nos sintiéramos ineptos en el uso de nuestra libertad.
En aquella pequeña cama tenía la sensación de encontrarme en la escuela o en la universidad. Allí no eran posibles los cambios de postura, pero permitía la práctica de actos sexuales sin variaciones. Cuando Phil y yo nos revolcábamos, las piernas o los hombros nos colgaban por encima del borde, lo cual aumentaba la precariedad de la situación, creando a necesidad extrañamente incómodo, de aferrarnos el uno al otro. Luego él estuvo a punto de caer al suelo, y los músculos del abdomen se pusieron turgentes para sostenerle horizontal, mientras yo le alzaba cogiéndole por la cintura, su cabeza dio un tumbo repentino hacia arriba y nuestros cráneos chocaron con dolorosa violencia. Era muy hermoso, de una suavidad cremosa cuando estaba distendido y casi cúbico, gracias a los músculos abultados, cuando apretaba las nalgas. En el vello de la hendidura había aún polvo de talco, y volví a lubricarlo con la lengua, husmeando, a través del olor seco del talco, el de su recto, u hedor tenue como de agua de florero rancio. El ano tenía un color púrpura pálido y limpio, y brillaba con mi saliva.
Se puso boca arriba, con los pies oscilando por encima de mi cabeza, y se acomodó de nuevo debajo de mí, abrazándome y apoyando el mentón en mi pecho, retrasándola penetración inminente. Mi polla parecía, desde luego, gruesa y amenazante entre sus muslos, y el glande empujaba bajo sus testículos. Aunque quería seguir adelante, parecía desconcertado por alguna incapacidad interior. Sus abrazos infantiles eran espontáneos, pero los besos y la manera de acariciarme la polla respondían a una actuación y me convertían también en actor.
de Alan Hollinghurst
No haríamos nada a menos que yo tomara las riendas. Alcé la otra mano, le cogí la mandíbula, volví su cabeza hacia mí y le besé lenta, torpemente, como si se recuperase de un desmayo, giró en redondo, me rodeó con sus brazos y me estrechó con mucha fuerza .Hacía tanto tiempo que deseaba besarle que me aferré a él e introduje mi lengua larga y puntiaguda hasta el fondo de la garganta; la retiré entonces y le mordí los labios hasta que noté el sabor de la sangre. Él que no podía resistirse, estaba asombrado. Cuando retiré la cabeza, un filamento de saliva osciló entre nuestras bocas y lo eliminé brutalmente de su barbilla. Su rostro tenía ahora un color rojo penetrante.
Levanté la parte inferior de su camiseta y la deslicé sobre el liso estómago. Era una camiseta ceñida y me limité a enrollarla bajo las axilas y estirarla sobre sus tetillas duras y protuberantes. Retorcí los pezones con los dedos índice y pulgar y luego, mirándole a los ojos con un apasionamiento que en seguida me pareció casi cruel, le metí mano al paquete, manoseé un poco, le abrí la bragueta y le bajé los pantalones y calzoncillos hasta las rodillas. Mientras yo hacía todo esto, él permaneció quieto, con los brazos separados de los costados e impasible, como un niño en el consultorio del médico, o una persona la que toman medidas para un traje. No hizo gesto alguno hacia mí, con excepción de una curiosa y seria expresión facial: estaba haciendo aquello de lo había oído hablar, era lo que deseaba que hiciéramos.
Su polla seguía inerte como lo estaba siempre en las duchas: circundada, arrugada, tan poco comunicativa como el resto de su persona, y al igual que él parecía aguardar el descubrimiento. la sostuve en la palma de mi mano y deslicé el pulgar por su piel, adelante y atrás, como si fuera un ratoncillo doméstico. No sucedió nada… o, en todo caso, se encogió un poco más. Comprendí que estaba actuando con demasiada rapidez.
Retrocedí, me quité los zapatos (de ante, viejos y gastados, con unos cordones que nunca desataba, perezosa afectación que consideraba sexualmente muy atractiva) me desabroché la camisa de algodón blanco, que arrojé a un lado, y, con una pizca de suspense, bajé la cremallera y me quité los pantalones. Los ojos de Phil estaban como hipnotizados por los míos y parecía reacio a bajar la vista para mirar mi verga oscilante. Entonces se desistió con una precipitación excesiva y se apartó de la ventana, la cabeza gacha bajo el techo inclinado. Tenía un cuerpo fantástico, muy desarrollado, lleno de líneas convexas, duro inocente. Solo interrumpía su blancura la mancha roja de la picadura de un insecto en a piel tierna y rugosa marcada por el cinturón.
Ahora le traté con mucha suavidad, acariciándole, besándole, mordisqueándole… sonriéndole también y emitiendo leves murmullos de placer. Y él empezó a responder, al principio, imitándome pero luego lo hizo por sí mismo. No obstante, nos detuvimos varias veces, separándonos por unos momentos y mirándonos como lo había hecho a menudo, en las duchas o el vestuario, desnudos y reservados. Tal vez el hecho de ya no existían las reservas propias del espacio público nos dificultaba la naturalidad, hacía que nos sintiéramos ineptos en el uso de nuestra libertad.
En aquella pequeña cama tenía la sensación de encontrarme en la escuela o en la universidad. Allí no eran posibles los cambios de postura, pero permitía la práctica de actos sexuales sin variaciones. Cuando Phil y yo nos revolcábamos, las piernas o los hombros nos colgaban por encima del borde, lo cual aumentaba la precariedad de la situación, creando a necesidad extrañamente incómodo, de aferrarnos el uno al otro. Luego él estuvo a punto de caer al suelo, y los músculos del abdomen se pusieron turgentes para sostenerle horizontal, mientras yo le alzaba cogiéndole por la cintura, su cabeza dio un tumbo repentino hacia arriba y nuestros cráneos chocaron con dolorosa violencia. Era muy hermoso, de una suavidad cremosa cuando estaba distendido y casi cúbico, gracias a los músculos abultados, cuando apretaba las nalgas. En el vello de la hendidura había aún polvo de talco, y volví a lubricarlo con la lengua, husmeando, a través del olor seco del talco, el de su recto, u hedor tenue como de agua de florero rancio. El ano tenía un color púrpura pálido y limpio, y brillaba con mi saliva.
Se puso boca arriba, con los pies oscilando por encima de mi cabeza, y se acomodó de nuevo debajo de mí, abrazándome y apoyando el mentón en mi pecho, retrasándola penetración inminente. Mi polla parecía, desde luego, gruesa y amenazante entre sus muslos, y el glande empujaba bajo sus testículos. Aunque quería seguir adelante, parecía desconcertado por alguna incapacidad interior. Sus abrazos infantiles eran espontáneos, pero los besos y la manera de acariciarme la polla respondían a una actuación y me convertían también en actor.
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