Fragmento extraído de la novela
El corredor de fondo
de Patricia Nell Warren
Me quedé allí quieto, respirando aún con cierta dificultad. Billy todavía estaba bajando la pendiente, entre los arbustos que ya habían empezado a echar brotes. Un rastro brillante de sudor surcaba su pecho, sus brazos y sus piernas. Me miró, interrogante. Yo era incapaz de hablar, pero le indiqué con la mirada que aquél era el lugar. Se acercó despacio y sus zapatillas de clavos crujieron suavemente sobre la alfombra de hojas de haya. En sus ojos había aquella misma mirada penetrante de la noche anterior, en el cine, aunque no tan angustiada. Era una imagen de mí mismo, una imagen que me había arrancado durante la adolescencia y que había partido en un largo y solitario viaje. Y ahora regresaba a mí, para fundirse con su propia carne, con aquel cuerpo que – como una casa alquilada a muchos inquilinos y perfectamente ordenada ahora para recibir a su dueño- no había hecho más que esperar durante largos años.
Al llegar junto a mí, colocó su mano sobre el vello húmedo de mi pecho y yo puse la mía sobre su hombro tatuado. Era el gesto cargado de implicaciones de dos hombres que se tocan pero nosotros destruimos el tabú y lo convertimos en algo hermoso. Nos abrazamos y permanecimos muy juntos, respirando con dificultad más por la emoción que por la carrera. De repente, éramos libres de acariciarnos. ras veinte años de hambre y manoseos remunerados, acariciarlo me parecía casi increíble. No estoy muy seguro de que la gente entiende de verdad lo que significa acariciar alguien. Nos besamos y nos tocamos por todas partes y probamos el sabor salado de nuestras pieles. Gracias a la dieta baja en sal que seguía, la suya era más dulce que la mía. Oculté la cara entre sus rizos húmedos y desaté las mangas de su camiseta roja, anudada a la cintura, que cayó sobre las hojas. Billy se quitó las gafas y las dejó sobre la camiseta. Deslizó febrilmente las manos bajo la cinturilla de mis pantalones cortos. No se oían más sonidos que el silencio del bosque, el canto alegre y despreocupado de los pájaros y el crujido de las hojas bajo nuestras zapatillas de clavos.
Me dejé caer de rodillas, recorrí su cuerpo con los labios y lo cubrí de besos. Le bajé los pantalones y el suspensorio a la vez. Me sobresaltó la mancha de vello púbico oscuro, que contrastaba con sus caderas flexibles, pálidas y cubiertas de venas, y su polla, que se erguía hinchada entre sus músculos de atleta. Me la metí en la boca casi antes de verla. Los únicos sonidos que se percibían, en mitad de aquel silencio, eran los suaves gemidos que emitía Billy mientras me acariciaba la cabeza y empujaba lentamente las caderas hacia mi cara.
de Patricia Nell Warren
Me quedé allí quieto, respirando aún con cierta dificultad. Billy todavía estaba bajando la pendiente, entre los arbustos que ya habían empezado a echar brotes. Un rastro brillante de sudor surcaba su pecho, sus brazos y sus piernas. Me miró, interrogante. Yo era incapaz de hablar, pero le indiqué con la mirada que aquél era el lugar. Se acercó despacio y sus zapatillas de clavos crujieron suavemente sobre la alfombra de hojas de haya. En sus ojos había aquella misma mirada penetrante de la noche anterior, en el cine, aunque no tan angustiada. Era una imagen de mí mismo, una imagen que me había arrancado durante la adolescencia y que había partido en un largo y solitario viaje. Y ahora regresaba a mí, para fundirse con su propia carne, con aquel cuerpo que – como una casa alquilada a muchos inquilinos y perfectamente ordenada ahora para recibir a su dueño- no había hecho más que esperar durante largos años.
Al llegar junto a mí, colocó su mano sobre el vello húmedo de mi pecho y yo puse la mía sobre su hombro tatuado. Era el gesto cargado de implicaciones de dos hombres que se tocan pero nosotros destruimos el tabú y lo convertimos en algo hermoso. Nos abrazamos y permanecimos muy juntos, respirando con dificultad más por la emoción que por la carrera. De repente, éramos libres de acariciarnos. ras veinte años de hambre y manoseos remunerados, acariciarlo me parecía casi increíble. No estoy muy seguro de que la gente entiende de verdad lo que significa acariciar alguien. Nos besamos y nos tocamos por todas partes y probamos el sabor salado de nuestras pieles. Gracias a la dieta baja en sal que seguía, la suya era más dulce que la mía. Oculté la cara entre sus rizos húmedos y desaté las mangas de su camiseta roja, anudada a la cintura, que cayó sobre las hojas. Billy se quitó las gafas y las dejó sobre la camiseta. Deslizó febrilmente las manos bajo la cinturilla de mis pantalones cortos. No se oían más sonidos que el silencio del bosque, el canto alegre y despreocupado de los pájaros y el crujido de las hojas bajo nuestras zapatillas de clavos.
Me dejé caer de rodillas, recorrí su cuerpo con los labios y lo cubrí de besos. Le bajé los pantalones y el suspensorio a la vez. Me sobresaltó la mancha de vello púbico oscuro, que contrastaba con sus caderas flexibles, pálidas y cubiertas de venas, y su polla, que se erguía hinchada entre sus músculos de atleta. Me la metí en la boca casi antes de verla. Los únicos sonidos que se percibían, en mitad de aquel silencio, eran los suaves gemidos que emitía Billy mientras me acariciaba la cabeza y empujaba lentamente las caderas hacia mi cara.
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