Fragmento extraído de la novela El ejército de salvación de Abdalá Taia Otra vez tenía que decidir adónde ir. En el mismo momento en que me estaba haciendo esa pregunta me di cuenta de que había un hombre que me había seguido desde hacía un rato. Debía de andar por los cuarenta. Me hizo señas, de que me parara. Cuando llegó hasta mí me dijo con voz fría, habituada a dar órdenes. “¡Sígueme! / ¡Adónde! Por qué lo seguí? ¿También él me había tomado por una puta? Sin duda. El hombre me gustaba físicamente y por eso me fui con él sin decir nada. Además, sentía curiosidad. Curiosidad de estar en la piel de alguien que se prostituye. Me condujo en silencio hasta un sitio que yo aún no había descubierto, no lejos de la Placette: los urinarios. Según entraba, me di cuenta de que en aquel lugar reinaba precisamente lo que afuera en el resto de Ginebra, faltaba, una sexualidad desbordante y poética. Una docena de hombres de todas las edades estaban alineados delante de los urinarios y se miraban la polla unos a otros amablemente. Aquello me impresionó mucho. No estaba sorprendido, era como si me hubiera reencontrado con unos viejos compañeros. Aquellos hombres se deseaban sin violencia; se tocaban el sexo con una extrema ternura, con cortesía. Vivían en aquel lugar subterráneo y sucio una sexualidad clandestina y pública al mismo tiempo. Se sonreían unos a otros como si fuera niños. No hablaban. Sus cuerpos felices lo hacían por ellos. Se masturbaban con la mano derecha y con la izquierda tocaban el culo de su compañero. Aquellos hombres no estaban en parejas; hacían el amor de pie, todos juntos. Mi cuarentón, siempre autoritario, no me dejó disfrutar mucho tiempo de aquella escena en la que, por fin, se me revelaba la humanidad de los seres humanos en Suiza. Me cogió del brazo y me hizo entrar en un retrete. Cerró la puerta tras de sí con violencia y enseguida se puso de rodillas. Abrió lenta, suavemente, mi bragueta, sacó delicadamente mi sexo y se lo puso en la boca para despabilarlo. La chupaba bien, tan bien que se me olvidó retirarme cuando me corrí. Él parecía estar en éxtasis: se tragó mi esperma, todo mi esperma, con los ojos cerrados. Luego se incorporó, se limpió los labios y la barbilla con un pañuelo, me besó en el cuello, las mejillas y los labios. También yo cerré los ojos dos o tres segundos, para identificar y grabar aquel olor en lo más hondo de mí mismo, en mi vientre y en mi corazón. 28.3.11
INTERCAMBIO DE FLUIDOS
Fragmento extraído de la novela El ejército de salvación de Abdalá Taia Otra vez tenía que decidir adónde ir. En el mismo momento en que me estaba haciendo esa pregunta me di cuenta de que había un hombre que me había seguido desde hacía un rato. Debía de andar por los cuarenta. Me hizo señas, de que me parara. Cuando llegó hasta mí me dijo con voz fría, habituada a dar órdenes. “¡Sígueme! / ¡Adónde! Por qué lo seguí? ¿También él me había tomado por una puta? Sin duda. El hombre me gustaba físicamente y por eso me fui con él sin decir nada. Además, sentía curiosidad. Curiosidad de estar en la piel de alguien que se prostituye. Me condujo en silencio hasta un sitio que yo aún no había descubierto, no lejos de la Placette: los urinarios. Según entraba, me di cuenta de que en aquel lugar reinaba precisamente lo que afuera en el resto de Ginebra, faltaba, una sexualidad desbordante y poética. Una docena de hombres de todas las edades estaban alineados delante de los urinarios y se miraban la polla unos a otros amablemente. Aquello me impresionó mucho. No estaba sorprendido, era como si me hubiera reencontrado con unos viejos compañeros. Aquellos hombres se deseaban sin violencia; se tocaban el sexo con una extrema ternura, con cortesía. Vivían en aquel lugar subterráneo y sucio una sexualidad clandestina y pública al mismo tiempo. Se sonreían unos a otros como si fuera niños. No hablaban. Sus cuerpos felices lo hacían por ellos. Se masturbaban con la mano derecha y con la izquierda tocaban el culo de su compañero. Aquellos hombres no estaban en parejas; hacían el amor de pie, todos juntos. Mi cuarentón, siempre autoritario, no me dejó disfrutar mucho tiempo de aquella escena en la que, por fin, se me revelaba la humanidad de los seres humanos en Suiza. Me cogió del brazo y me hizo entrar en un retrete. Cerró la puerta tras de sí con violencia y enseguida se puso de rodillas. Abrió lenta, suavemente, mi bragueta, sacó delicadamente mi sexo y se lo puso en la boca para despabilarlo. La chupaba bien, tan bien que se me olvidó retirarme cuando me corrí. Él parecía estar en éxtasis: se tragó mi esperma, todo mi esperma, con los ojos cerrados. Luego se incorporó, se limpió los labios y la barbilla con un pañuelo, me besó en el cuello, las mejillas y los labios. También yo cerré los ojos dos o tres segundos, para identificar y grabar aquel olor en lo más hondo de mí mismo, en mi vientre y en mi corazón.
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