24.1.11

LA CRUZ GAMADA


Fragmento extraído de la novela
Pompas fúnebres de Jean Genet


Él intuyó mi felicidad. Permaneció inmóvil, echado boca arriba, con los músculos de la cara relajados debido a la postura, pero sin perder la vivacidad de los ojos y parpadeando con regularidad., lo que indicaba que el chaval estaba atento pese a su turbación,. Apagué la luz. Cansado, fláccido estaba, yo tendido sobre su espalda. Al cabo de un rato me dijo que me quitara. Llevado por un vivo deseo de evitarle hacer, ante mi vista, los menores gestos de un aseo íntimo, le pasé la mano por entre las nalgas, como si lo hubiera acariciado en es lugar, y él llevado por un pudor semejante, temiendo haberme ensuciado la cola con su mierda, me la limpiaba con la mano que tenía que libre. Efectuamos, al tiempo, ese doble gesto, con idéntica inocencia, como si, accidentalmente, en la oscuridad, bajo las sábanas, mi mano se hubiera topado con sus nalgas y la suya con mi cola. Le besé en la nuca con un ardor que debió de tranquilizarlo, pues al fin se atrevió a suspirar contra la almohada. Al buscarle con la mano el pelo para acariciárselo, le rocé la cara y lo que le acaricié fue la mejilla. Mientras me volvía para dar la luz, debió de hacer el gesto de atrapar la sábana (estábamos bañados en sudor) pues a la luz, vi que se estaba mirando a distancia, con los brazos estirados, las manos extendidas, con la uñas y las puntas de los dedos rojas. En el rostro, perlado de sudor, tenía grandes churretes de sangre. Me miré las manos. Las tenía manchadas de sangre. Seguía con las manos extendidas como si se las estuviese calentando en unas roas, pero examinaba con mucha calma las sábanas. Me sangraba la verga. Caí en la cuenta antes que él. Como había sido demasiado brusco y no había hecho caso de sus gemidos, le había hecho una desolladura en el culo y me había cortado ligeramente la cola enganchada en un cabello o en un pelo. De esta forma habíamos mezclado nuestra sangre. Encogió un hombro y brincó de la cama al lavabo. Cuando volvió a acostarse, tenía las manos heladas. Me habló con tanta calma que, para que volviera a haber algo de fervor entre nosotros o tal vez por crueldad, para vengarme de su lucidez, le pasé el índice por entre las nalgas, lo saqué cubierto de sangre y le dibujé, sonriendo, en la mejilla izquierda una cruz gamada. Se enfadó. Nos pegamos. Lleno de rabia avergonzado, se volvió a vestir a toda prisa, en silencio, y se fue a casa.

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