Fragmento extraído de la novela
El cordero carnívoro
de Agustín Gómez Arcos
En la mirada ardiente del cura se leían sus ganas de exorcizarnos a todos a golpes de crucifijo. Mi hermano me tomó en sus brazos y me presentó, como un recién nacido, al sacerdote. Con las piernas abiertas para aguantar sin desfallecer, me sujetaba la espalda con el brazo izquierdo, y torció hábilmente el derecho, sobre el que reposaban mis muslos, par apegar la palma de su mano abierta sobre mis nalgas. Don Gonzalo, a regañadientes, pronunció las palabras sagradas; me puso, para consagrarme como hijo de Dios, el nombre del santo del día y mamá le susurró mi nombre para consagrarme como hijo suyo. Instruyó a mi hermano sobre sus obligaciones de buen cristiano y de buen padrino; dirigió a mamá algunas palabras con doble sentido sobre la obligación de los padres verdaderamente católicos., luego me administró con solemnidad la sal y los santos óleos y dibujó sobre mi frente la señal de la cruz con su pulgar de fuego. Mientras realizaba aquellos ritos, mi hermano me acariciaba suavemente las nalgas, y, con uno de sus dedos, buscaba con aplicación mi agujero más secreto. Me sentía invadido por el fuego del placer y creo que algo parecido al éxtasis me bañó la cara, ya que el señor cura dijo: Veo hijo mío, que empiezas a creer en Dios. Te conviertes en su criatura. Mi hermano Antonio introdujo con más fuerza su dedo y murmuré un sí casi desmayado, que hizo feliz a todo el mundo, cada uno a su modo. Luego mi hermano me dejó en el suelo. Durante unos segundos permanecí sin fuerzas, apoyado contra él, sintiendo todas las palpitaciones de su cuerpo. Me parecía que acabábamos de realizar un acto heroico, uno de los primeros pasos hacia la subversión, sin que nadie nos pudiera señalar con el dedo. Algo más valiente y dulce que los solitarios abrazos en nuestro cuarto, y le sudor frío que inundaba mi frente se podía interpretar de mil maneras: pero sólo mi hermano y yo sabíamos la auténtica razón.
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