Fragmento extraído de la novela
El padre de Frankenstein
de Christopher Bram
¿Dónde podíamos amarnos? Nunca en esa tumba abierta, un lugar decididamente público. Y si alguien le daba por salir, lo acribillaban a balazos en un abrir y cerrar de ojos. ¿Por la noche tal vez? ¿Debajo del alambre de espino oxidado? ¿Mientras los reflectores parpadeaban como estrellas encima de nuestras cabezas? ¡Qué romántico! De conocimiento carnal, nada. Carnicería eso sí. Era imposible amar el cuerpo humano en esas circunstancias. Una sonrisa tal vez o una risa, pero no un cuerpo, no cuerpos tan sucios y menos cuando ya nos conocíamos demasiado íntimamente. Hay pocas vistas menos apetitosas que cinco o seis hombres sentados en batería en las letrinas con los pantalones en los tobillos y quitándose los piojos. Se podía amar el alma de esos hombres, pero no la carne. Nuestro amor era casto y sentimental. No sé quién ni cómo pero le dieron. Cayó antes de un mes, antes de que pudiera volverse tan anónimo y prescindible como los demás. Si hubiera aguantado un poquito más, es probable que hoy me acordara de él. No es que haya nada especial que recordar. Salvo… sí, una mañana, al salir el sol. Nuestra pequeña franja de cielo estaba ese día de un azul radiante. Es raro ver que incluso allí podía haber días en que el tiempo bastaba para hacernos felices. Se necesita tan poco. Barnett y yo estábamos de pie, hundidos en un montón de porquería que nos llegaba hasta los tobillos, y yo me puse a enseñarle el paisaje de esa tierra de nadie por el periscopio. Era hermoso, había color, el alambre de espino es como oro cobrizo, el agua de los charcos abiertos por los proyectiles verde de algas, y le cielo de un azul claro del Quattrocento. Y yo a su lado, pegado a un muchacho alto y con las mejillas rojas como dos manzanas que me quería y confiaba en mí. No le besé, pero puede que le pasara un brazo por el hombro. Espero haberlo hecho.
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